Maggie Mateo, escritora cubana

Conversar con Maggie Mateo

Se llama Margarita y nació en La Habana “en la mismísima mitad del siglo pasado” —así lo dice ella—. Su primer colegio fue Cathedral School, y de niña estuvo en la Sociedad Pro Arte Musical, donde estudió danza clásica, aunque según sus propias palabras, el “robusto empeine no consiguió hacer línea recta con el cuerpo”, y no fue más lejos. Mucho después, ya siendo estudiante en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, comenzaría a escribir.

Al hablar por teléfono, o cuando nos encontramos personalmente, me gusta saludarla con el famoso verso inicial del poema de Rubén Darío: “Margarita, está linda la mar…”, como una suerte de guiño afectuoso y, también, reverencia a un grande que abrió caminos para la lengua española, aunque, claro, nadie le dice nunca su nombre, porque ella es Maggie, o sea, Maggie Mateo, escritora, catedrática y doctora, alta referencia de la literatura cubana.

Premio Nacional de Literatura 2016, apasionada de la música cubana —primero la trova, la tradicional y la nueva—, del rock y de otros ritmos; conocedora a fondo de la lengua inglesa y sus escritores —a ambos lados del Atlántico y, sobre todos, en los límites del Caribe, con tantas figuras eminentes—; miembro de la Academia Cubana de la Lengua (donde ocupa el sillón “uve”), simpatía y agudeza son su sinónimo: fortuna es siempre conversar con Maggie Mateo.

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¿Cómo se interrelacionan, en tu experiencia, ser integrante de la Academia Cubana de la Lengua, profesora universitaria, ensayista y escritora de ficción con tu novela Desde los blancos manicomios?

«Lo definiría como un diálogo muy intenso. Mi labor como profesora, la vida académica en la educación superior —primero en la Universidad de La Habana y los últimos años en el ISA, la Universidad de las Artes— me llevaron de la mano al ensayo. Incluso te diría que el vínculo comenzó desde antes, mientras era estudiante, cuando escribí mi tesis de grado sobre las letras de las canciones de la trova. Ese ejercicio requirió una investigación muy profunda.

«Muchas figuras de la cultura cubana cursaban la carrera de Letras en aquellos días; me estrené como profesora con alumnos como María Teresa Linares, el chino Heras, entre otros. Luego pasé una etapa difícil, al ser colega de mis antiguos profesores, entre otros, Vicentina Antuña, Roberto Fernández Retamar, Graziella Pogolotti, Beatriz Maggi, Ofelia García Cortiñas, Rosario Novoa, y otros más jóvenes como Rogelio Rodríguez Coronel y Mirta Yáñez.

«La enseñanza universitaria es un ejercicio que puede llegar a tensar al máximo las posibilidades intelectuales. Cada clase lleva detrás muchas lecturas, una revisión bibliográfica, la confrontación con la crítica y, desde luego, una interpretación propia, a partir de la cual se estructura todo el discurso sobre el tema a tratar. Viene entonces el diálogo con los estudiantes, las discusiones, los diversos puntos de vista que surgen en ese intercambio.

«La Academia de la Lengua llegó después, cuando ya tenía parte de mi obra hecha y una larga experiencia —más de treinta años— en el otro mundo académico, el universitario. Ingresar como miembro de número fue una especie de continuidad de una labor, pues allí las discusiones giran en torno al lenguaje, a la literatura —una de las más altas expresiones de cualquier lengua—, a la cultura y a la educación en general.

«Lo de escribir ficción es más complejo, pues no tiene que ver directamente con el mundo académico ni con la docencia, sino con vivencias más personales, con la capacidad de fabular y con la imaginación. De todos modos, en mi caso, ensayo y ficción han corrido muchas veces de la mano, imbricados hasta un punto en que me ha sido casi imposible distinguir los límites entre un género y otro. En fin: escritura, imaginación, lecturas, entre otras cosas…»

En tus libros, tanto en Ella escribía poscrítica como en Dame el siete, tebano. La prosa de Antón Arrufat, el ensayo se convierte en una aventura donde caben la autobiografía más explícita, la narrativa más desopilante y hasta la fotografía… ¿Te sientes más cómoda al abordar el género desde un mestizaje sin límites?

«Sí, sin dudas. Son libros que he disfrutado mucho al escribirlos. Ella escribía poscrítica se fue armando como una especie de juego. Al principio no pensé que las partes de ficción se integraran al libro. Fueron escritas como un divertimento, pero a partir de un momento me di cuenta de que debían ser incluidas. Fue en esa obra donde por primera vez combiné el ensayo con la ficción, una necesidad expresiva que fue surgiendo de manera espontánea.

«Con Dame el siete, tebano. La prosa de Antón Arrufat, volví a incursionar en la poscrítica, tal como la estudia Reinier Pérez-Hernández en sus Indisciplinas críticas, es decir, como un juego de creación a partir de los propios rasgos del objeto de estudio. Volví a mezclar los géneros en una especie de texto híbrido o, como le has llamado tú, mestizo, en el cual, a diferencia de en Ella escribía poscrítica, los textos de ficción están más integrados al discurso ensayístico.

«Personajes como el Bibliógrafo Pasivo, la Historiadora Perversa, la Poetisa Lánguida, y otros, entre ellos los estudiantes que van a realizar su trabajo de diploma sobre La noche del Aguafiestas, hacen un recuento de la crítica sobre la obra de Antón. Son partes que corresponderían, en un trabajo académico, a la revisión y valoración de la bibliografía utilizada. Esa obligación metodológica adopta formas diversas desde la ficción y el diálogo entre los personajes».

El conocimiento y el disfrute de la gran novela de Lezama Lima son la médula de tu libro Paradiso: la aventura mítica, ganador del Premio de Ensayo Alejo Carpentier en 2002… ¿Qué representa Lezama en tu devenir como escritora?

«Mi libro sobre Lezama fue, inicialmente, parte de mi tesis de doctorado. Durmió un largo sueño hasta que, varios años después, lo volví a trabajar como ensayo, eliminando toda la parafernalia metodológica, haciendo su escritura más fluida. Estudiar a Lezama fue un gran reto. Quizás por eso mismo, debido a las dificultades que entrañaba su escritura, lo escogí para ese ejercicio académico, relacionado con la importancia del mito en la literatura caribeña.

«Recuerdo que estando aún en el preuniversitario intenté leer un ejemplar de Paradiso que casualmente cayó en mis manos. No tenía entonces la más remota idea de quién era Lezama, ni mucho menos conocía las perturbaciones y los escándalos provocados por esa novela. No pude avanzar más allá de las primeras páginas, no entendía lo escrito y abandoné la lectura. Sin embargo, nunca olvidé el título de aquel libro que me había desconcertado tanto.

«Era una experiencia muy extraña, pues, a la vez, había una especie de magia en aquellas palabras incomprensibles que me hacía desear ser capaz de leerlas. Lezama fue un autor fundamental en mi formación. Admiro mucho en él lo desaforado de su imaginación, la gran libertad de expresión que lo caracteriza. El contacto sostenido con esa descomunal fuerza creadora fue una experiencia esencial».

La novela como vía de aprendizaje y examen de perfección, pero también la novela como hálito de remembranza y operación de disfrute, suma de libros y tiempos. ¿Te parecen aceptables tales posibilidades a la hora de tu incursión en sus aguas con Desde los blancos manicomios?

«Desde los blancos manicomios no fue concebida como una novela. Yo estaba escribiendo un ensayo sobre el tema de la insularidad en la poesía caribeña y, del mismo modo que me sucedió al inicio con Ella escribía poscrítica, comencé a escribir, paralelamente, textos de ficción muy vinculados a la idea de la isla. En ese caso, la narración le fue ganando la pelea a la prosa reflexiva y lo que comenzó siendo un ensayo terminó como una novela.

«A partir de un momento me di cuenta de que era un texto narrativo… Comencé a dejar atrás el tono reflexivo, las largas disquisiciones ensayísticas: zambullirme de lleno en la ficción. La escritura me absorbió por completo: comenzaron a surgir nuevos personajes, nuevas historias. En ese punto sí puedo hablar, como dices, de la novela como vía de aprendizaje, hálito de remembranza y operación de disfrute: elementos presentes en su escritura».

Al escribir una recepción de tu novela Desde los blancos manicomios, apunté que su “ascendencia probable (…) admite no pocas lecturas en el ámbito de América Latina y el Caribe, (…) lecturas que, lejos de recortar su perfil, lo acrecientan”. En ese orden, ¿cómo valoras la presencia de ese orbe narrativo en tu itinerario como lectora, escritora y profesora, y qué nombres privilegiarías a la hora de un recordatorio afectivo?

«Los autores latinoamericanos y caribeños son los más cercanos a mí. He dedicado muchos años a la lectura y el estudio de esas literaturas. Todo lo leído, no solo lo vivido, está presente en la escritura personal, en el acto de creación. Ya lo han dicho, entre otros, Julia Kristeva y Roland Barthes. Este último afirma que “todo texto es un intertexto; otros textos están presentes en él, en estratos variables (…) todo texto es un tejido nuevo de citas anteriores”.

«En mi caso, ese tejido que incluye citas y reminiscencias anteriores, se realiza la mayor parte de las veces de manera consciente. Llegan, de pronto, unos versos de Huidobro, de Vallejo, de Hernández Novas, unas líneas del Diario de campaña de Martí, un fragmento de un cuento de Virgilio Piñera, reminiscencias de lecturas realizadas muchos años atrás… Estarían también Carpentier, Cortázar, Lezama…

«Y la literatura caribeña. No solo Cuaderno de un retorno al país natal, de Aimé Cesáire, sino además la poesía de Derek Walcott, Luis Palés Matos, Saint-John Perse, Dulce María Loynaz; Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, de Maryse Condé, y especialmente esa otra novela que es El vasto mar de los sargazos, de Jean Rhys, con la locura en una dimensión mítica. Un horizonte que se activa por las zonas más insospechadas en el momento de la escritura».

Eugenio Marrón Casanova
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