Mario Vargas Llosa, escritor
Foto: Tomada de 20minutos

Adiós a Mario, discípulo de Don Miguel

La mañana del 15 de enero de 1996, dos meses y trece días antes de cumplir los sesenta años de edad, Mario Vargas Llosa ingresaba como miembro de número en la Real Academia Española, institución que congrega junto a ella las veintitrés academias correspondientes de los países hispanohablantes. Había escogido como tema para su discurso de entrada a una de las figuras más reveladoras en las esencias de la literatura española, alguien leído desde muy joven por él: José Martínez Ruiz, a la sombra de cuyo seudónimo, Azorín, se dilata una obra plena en originalidad, elegancia y empeño.

Entidad que reúne a sus miembros con las veintisiete letras (tanto mayúsculas como minúsculas), al nuevo miembro le tocaba el sillón de la L (mayúscula): «Con ella comienzan algunas de las palabras que más amo en la lengua española —literatura, leyes, lectura, libertad—, porque son emblemáticas de la civilización, y porque, como la letra L, hunden sus raíces en la vida real, cotidiana y pedestre, pero para alzarse desde allí hacia las cumbres más elevadas del ensueño y el ideal», escribe en ‘Al pie de la letra. Geografía fantástica del alfabeto español’, libro colectivo junto a los otros académicos.

Pero volvamos al momento en que abre su disertación para instalarse en el asiento que le pertenecería; en ella se advierte la cualidad de alumno cervantino —signo que, desde sus primeras novelas, se halla de modo especial en los impulsos de su escritura— a propósito del tema escogido para esa oportunidad: «Cada vez que he releído esas viñetas y estampas de La Mancha que Azorín escribió en 1905, mientras recorría los paisajes, las aldeas y los hogares de la región en busca de huellas de Don Quijote y Sancho Panza, he sentido la emoción que despiertan las más hermosas ficciones».

He ahí una cifra que siempre será vértice de su labor a la hora de contar historias: la emoción. Al releer esas quince pequeñas joyas que se anudan en ‘La ruta de Don Quijote’ (y que tuviera en 1970 una edición cubana en la legendaria colección Cocuyo), propuesta como condición de entrada al mundo de Azorín y sus coordenadas más reveladoras, así como a otras ramificaciones, Vargas Llosa se adentra en los enigmas del acto de escribir: «…como escritor, él fue capaz de demostrar que, si no en la vida, en el arte lo aburrido puede ser ameno, lo feo bello y lo intrascendente trascedente».

Tales palabras, más que el instante de su consagración en el sitio mayor de la lengua española, definen con holgura su pertenencia como hacedor —el término tan caro a Jorge Luis Borges y su advertencia: «la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente»— a la cofradía de la narrativa en la intimidad de la Academia. Al ingresar a ella, en ese momento tenían allí su espacio siete grandes narradores hispanos: Luis Goytisolo, Gonzalo Torrente Ballester, Miguel Delibes, José Luis Sampedro, Camilo José Cela, Antonio Muñoz Molina y Francisco Ayala.

La lengua como instrumento de trabajo para levantar múltiples y extremadas arquitecturas verbales, en las que personajes, tiempos y ambientes se extienden como un mosaico de bríos y sucesos tan meticuloso como sugestivo, tan indómito como único, ha sido el carácter distintivo de las novelas de Mario Vargas Llosa, desde la primera, ‘La ciudad y los perros’, publicada en 1962 cuando tenía veintiséis años, y que le valiera el muy codiciado Premio Biblioteca Breve, de la editorial Seix Barral. Una disposición crecida con extrema disciplina, regida por ingenio, dominio, persistencia y lectura.

Esa vocación hizo posible uno de los grandes destinos de la lengua española: desde ‘Los jefes’, seis relatos, publicado en 1959, con veintitrés años, hasta ‘Le dedico mi silencio’, la última novela, en octubre de 2023 a cinco meses de cumplir 88 años. Su obra suma veinte novelas, doce libros de ensayo literario, diez piezas de teatro, una autobiografía de 600 páginas, y tres tomos de 800 páginas cada uno con su ‘Obra periodística (I.’El fuego de la imaginación’. Libros, escenarios, pantallas y museos; II. ‘El país de las mil caras’. Escritos sobre el Perú; y III. ‘El reverso de la utopía’. América Latina y Oriente Medio).

Tal como advierte el escritor español Javier Cercas, «es muy difícil encontrar un novelista en nuestra lengua —o un novelista a secas— que haya escrito un conjunto de novelas como el que escribió Vargas Llosa». Vale citar algunos de sus inquietantes y célebres comienzos: «—Cuatro —dijo el Jaguar». (‘La ciudad y los perros’); «El sargento echa una ojeada a la Madre Patrocinio y el moscardón sigue allí». (‘La casa verde’); «Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna…». (‘Conversación en La Catedral’); «El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil». (‘La guerra del fin del mundo’).

Los espacios y tiempos de la mayoría de sus novelas son una panorámica del Perú, sus acontecimientos más señeros y sus peripecias más olvidadas, los complejos e inquietantes escenarios de los trastornos en lo privado y los percances en lo público; las selvas, las serranías y las ciudades, sobre todo Lima, retratada en una de las epopeyas novelísticas más altas de América Latina: ‘Conversación en La Catedral’. Y el esplendor de una prosa que puede ir de lo más estrictamente exacto a una musicalidad que corta el aliento: su novela ‘El hablador’ —de la que poco se habla— muy bien lo confirma:

«Vine a Firenze para olvidarme por un tiempo del Perú y de los peruanos y he aquí que el malhadado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada. Había visitado la reconstruida casa de Dante, la iglesita de San Martino del Vescovo y la callejuela donde la leyenda dice que aquél vio por primera vez a Beatrice, cuando, en el pasaje de Santa Margherita, una vitrina me paró en seco: arcos, flechas, un remo labrado, un cántaro con dibujos geométricos y un maniquí embutido en una cushma de algodón silvestre». Tal arranque, y la descripción que viene de inmediato, son tentadoras.

«…fueron tres o cuatro fotografías las que me devolvieron, de golpe, el sabor de la selva peruana», y la evocación: «Los anchos ríos, los corpulentos árboles, las frágiles canoas, las endebles cabañas sobre pilotes y los almácigos de hombres y mujeres, semidesnudos y pintarrajeados, contemplándome fijamente desde sus cartulinas brillantes». ¿Quién es este personaje y por qué el destello en aquel paraje de la bella urbe italiana? Dos relatos se ligarán: las andanzas de un cuentero vagabundo en la Amazonía peruana —de ahí el título— y su lejano amigo de juventud que desata las remembranzas.

¿Cuáles son los personajes imperecederos de las novelas de Vargas Llosa? Sus lectores no los olvidamos, todo lo contrario. Así, entre tantos, recuerdo al novato cadete Alberto en el colegio militar de ‘La ciudad y los perros’; al contrabandista Fushía, el arpista Don Anselmo y el sargento Lituma en ‘La casa verde’; al joven reportero Zavalita, el viejo patizambo Ambrosio, y el ministro de Gobierno Cayo Bermúdez en ‘Conversación en La Catedral’; al capitán Pantoja en ‘Pantaleón y las visitadoras’; al periodista miope y el León de Natuba en ‘La guerra del fin del mundo’; al viejo subversivo en ‘Historia de Mayta’…

Novelas suyas nos pueden llevar también, con prolija fabulación y aplicada técnica, a épocas y lugares tan disímiles como la gran revuelta en los sertones brasileños de finales del siglo XIX en ‘La guerra del fin del mundo’; los días sombríos de la república Dominicana bajo la dictadura de Trujillo en ‘La fiesta del chivo’; el orbe pictórico de Paul Gauguin entre París y los mares del sur, y su abuela, la luchadora peruana por los derechos de la mujer, Flora Tristán, en ‘El Paraíso en la otra esquina’; y las luchas por la independencia irlandesa y los horrores colonialistas del Congo Belga en ‘El sueño del celta’.

Y más: el humor, directo y descacharrante, o reflexivo y socarrón, no le fue ajeno. Parte nada desdeñable de su orbe novelístico resalta allí como asignatura con la máxima calificación; ‘Pantaleón y las visitadoras’ y ‘La tía Julia y el escribidor’ son dos modelos en tal sentido. El primero, la sabrosa aventura de un capitán del ejército peruano que organiza una tropa de prostitutas destinada a las guarniciones de la selva, y el segundo, los lances de un joven aspirante a escritor —el mismísimo Vargas Llosa—, sus peripecias sentimentales, y las radionovelas de un delirante «escribidor», Pedro Camacho.

Junto al novelista de perfección, también el ensayista de excelencia ocupó las razones de trabajo de su vida. Entre la docena de libros en tal desempeño, escogería un cuarteto: ‘García Márquez: historia de un deicidio’ (casi 700 páginas, el primer gran estudio —y tal vez el más puntual— sobre la obra del ilustre colombiano, que viera la luz en 1971); ‘La orgía perpetua’ (las claves de Gustave Flaubert y su ‘Madame Bovary’); ‘La tentación de lo imposible’ (una gran lección sobre Victor Hugo y ‘Los miserables’); y ‘El viaje a la ficción’ (una radiografía del horizonte narrativo del inmenso Juan Carlos Onetti).

Al recibir el Premio Nobel de Literatura 2010 en Estocolmo, indicaba: «Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura (…). Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos…». Y cerraba así: «…seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible».

En la estirpe de Cervantes, y en prólogo a la Edición del IV Centenario de ‘Don Quijote de La Mancha’ en 2004, el novelista refiere, a propósito del ingenioso hidalgo y su escudero, que allí están «indisolublemente unidos en esa extraña alianza que es la del sueño y la vigilia, lo real y lo ideal, la vida y la muerte, el espíritu y la carne, la ficción y la vida». En ese rumbo, ha recordado Javier Cercas que,»al menos en el ámbito de nuestra lengua, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un escritor tan grande como Vargas Llosa». Es así como vale decir adiós a Mario, discípulo de Don Miguel.

Eugenio Marrón Casanova
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