Dulce María, poeta, escritora, Literatura, Cultura
Dulce María Loynaz

Dulce María y Don Miguel, un encuentro perdurable

Treinta años se cumplen por estos días de la mañana primaveral en que una longeva cubana, gran dama de la poesía iberoamericana, por más señas hija de un legendario general del Ejército Libertador en la guerra de 1895, acudía a la Universidad de Alcalá de Henares a treinta kilómetros de Madrid, para encontrarse con “el soldado que nos enseñó a hablar”, tal como se refería la escritora española María Teresa León al padre de un ingenioso hidalgo, cuya figura con la adarga al brazo y junto a su fiel escudero, son patrimonio universal desde las páginas del libro que consagra sus andanzas.

Menuda y risueña, sin ningún artificio, la mirada cálida y segura tras los lentes que amortiguaban el peso de sus noventa años, Dulce María Loynaz, con una mente vivaz y un hablar pausado, concurría a recibir de manos del Rey de España, el galardón más alto de la lengua española, el Premio Cervantes. Cuatro meses antes, otra mañana pero invernal y habanera, yo acudía a su residencia en la esquina de las calles E y 19 en el Vedado, para hacerle una entrevista que le había pedido gracias a la ayuda del entrañable poeta Pablo Armando Fernández. Ahora, al calor de tres décadas transcurridas, la desempolvo para evocar a Dulce María y Don Miguel, un encuentro perdurable entre el novelista de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha y la poeta que escribió la novela Jardín.

¿Soñó usted alguna vez que su nombre estaría unido al de Cervantes?

“Jamás lo he soñado y ni siquiera ahora mismo lo puedo imaginar. El Premio ha sido un accidente y no lo entiendo de otra forma. Sería yo muy vanidosa si pretendiera que mi nombre y el de Miguel de Cervantes pueden estar unidos”.

Sin embargo, alguna vez confesaba usted que Cervantes fue un autor muy concurrido en su ámbito familiar. ¿Cómo recuerda esa experiencia?

“Bueno, la verdad es que mis hermanos Enrique, Carlos Manuel y Flor leyeron a Cervantes y, de modo especial, El Quijote, mucho antes que yo: lo conocían muy bien. Ellos eran más clásicos, menos rebeldes a las formas establecidas. Yo leí El Quijote ya con bastante madurez, para poder llegar al trasfondo de la letra, para poder entenderlo, para poder disfrutarlo”.

¿Y qué otros nombres y obras del Siglo de Oro español recuerda usted en sus años de formación?

“Yo leía muy arbitrariamente, mezclaba libros diversos. Mis lecturas eran caprichosas, no tenía a nadie que las dirigiera. Los primeros autores que escogí fueron clásicos españoles: las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre, la Epístola Moral a Fabio, la poesía de Fray Luis, los Sonetos de Garcilaso, los Romances de Lope de Vega…

Y después de los españoles, quienes más me deslumbraron fueron los poetas orientales y de la India, en primer lugar las Rubaiyyat de Omar Jayyám y los poemas de Tagore: me enamoré de ellos”.

No hay dudas de su afecto por la literatura española, casi una línea inmutable en su vida ¿cierto?

“Cierto, mi amor por España y su literatura ha sido constante: los libros de sus escritores siempre han estado muy cerca de mí. Tal es así que cuando fui a España por primera vez, me parecía que ya había estado en ella anteriormente: allí nada me fue extraño, nada me fue ajeno”.

Y en ese amor suyo, las Islas Canarias tienen un lugar muy especial…

“Claro, es muy fácil: mi esposo era canario y como buen canario recordaba siempre a su tierra. Ya antes de poner mis pies allí, aquellos paisajes me resultaban extremadamente familiares. Y no solo mi esposo, también su madre y sus tías me hablaban de aquellos lugares. Además, para mí aquellas islas eran una prolongación de Cuba”.

Dos grandes nombres de la poesía en lengua española del siglo XX han estado muy ligados a su vida: Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. ¿Cuáles son los recuerdos más definitivos que tiene de ellos?

“La verdad es que son dos personajes muy distintos. Juan Ramón era tristón, melancólico, en tanto Federico estaba volcado sobre la vida, lleno de interés por todo, viviendo a plenitud la vida que Dios le había dado.

Es muy difícil encontrar un paralelo entre los dos: los conocí bien a ambos, más a Federico que a Juan Ramón, entre otras razones porque Juan Ramón era un hombre insondable. Yo me sorprendí mucho al leer, años después, un epistolario de Juan Ramón donde da rienda suelta a todo lo que se guardaba en el diálogo personal. Creo que hacía muy bien en guardárselo, porque era verdaderamente una carga explosiva.

En cuanto a Federico, no era nada extraordinario quererle: era una persona alegre, extremosa, muy comunicativa, una persona con quien yo siempre me sentía cómoda, sin estar obligada a decir cosas sorprendentes, alguien que uno sentía como del entorno familiar. Con él todo era sencillo y él mismo lo era: no había recovecos en su personalidad. Si tuviera que elegir, entre sus obras, escogería su teatro, ese tacto único para tratar los caracteres femeninos: ahí está como ejemplo La casa de Bernarda Alba“.

Y de los escritores cubanos, ¿cuáles siente más inmediatos?

“En primerísimo lugar, José Martí: la huella que dejó en mí nunca se borrará, es tan fuerte que a veces temo estar escribiendo como si fuera una mala imitación suya, aunque él es muy difícil de imitar. Martí es el maestro de los párrafos largos, distendidos, lejos del punto y aparte, párrafos que son como caminos cuesta arriba, que hay que subirlos sin tomar aliento hasta llegar a la cima.

Del siglo veinte cubano, para mí Alejo Carpentier es un maestro por excelencia, un escritor que debemos reverenciar, autor de una dilatada y maravillosa obra que lo sitúa en lo más alto de la lengua española. Claro que hay otros autores que he leído, pero mi memoria ya es bastante deficiente y temo citar nombres y establecer una lista que deje escapar algunos que merezcan ser citados”.

A la hora de escribir, ¿se ha sentido más a gusto en la poesía o en la novela?

“A mí me han llamado la “poetisa”, Dulce María Loynaz la “poetisa”, y eso es realmente lo de menos: yo soy simplemente una escritora que puede hacer versos. He cultivado diversos géneros: el ensayo  —que me gusta mucho—, la crítica literaria, el libro de viajes Un verano en Tenerife, poemas en prosa, la novela Jardín… Lo único que no he hecho es teatro, pero creo que hasta podría hacer guiones para cine, pues me gusta mucho y hay maneras cinematográficas que equivalen a los más bellos poemas. Y lo digo porque el cine cuenta con las imágenes visuales y el poeta no tiene más que las palabras”.

¿Qué le llevó a escribir su Jardín?

“La verdad es que Jardín la escribí sin ánimo de divulgarla y la prueba está en los años transcurridos desde que llegué a la última página hasta su publicación. Para mí, escribir una novela no es empezar por la primera página, es como hacer una película: las escenas se van tomando independientemente unas de otras. Por ejemplo, se escribe un capítulo, el que más se desea, y después se escribe otro que nada tiene que ver con el anterior. Ya cuando uno lleva escrito bastante, entonces se empieza a establecer una conclusión, a encajar un capítulo aquí y otro allá, a llenar los espacios vacíos: así fue como escribí Jardín, mi única novela”.

Por último, ¿cuál considera usted su mayor legado?

“Yo estoy entera en mis versos. Y también estoy en mi novela, y en todo lo que he escrito. Mi legado es haberme entregado yo misma”.

Eugenio Marrón Casanova
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