Desnudo, mujer, Izuky
Imagen: Izuky Pérez

La celebración desnuda de la mirada fenicia

Resulta admirable el placer que depara el arte de la fotografía, al comprobar cómo el lente de Izuky Pérez (Banes, 1982) bien refrenda el azar concurrente que citaba José Lezama Lima, a propósito de los encuentros más inesperados. Unas fotos que ennoblecen la plenitud del desnudo femenino desde la capital cubana, pueden llevar a un viaje en el tiempo al Levante mediterráneo, a los días de la cultura fenicia, asentada en sitios de lo que hoy son Israel, Siria, Líbano y Palestina. Y todo ello si acompaña un poema del gran poeta chileno Gonzalo Rojas (1916-2011), lectura entrecruzada con la activa memoria cultural del lente de Isuky, encuentro tan amplio como elocuente.

El poema de Gonzalo Rojas, “Qedeshím qedeshóth” —que, apunta el autor, significa en fenicio “cortesana del templo”— es un texto del más alto linaje poético en lengua española y, de modo especial, del erotismo o, para decirlo mejor con su definición, del “¿Qué se ama cuando se ama?”. En sus versos se dilata el hechizo que ejerce una bailarina sobre alguien que recuenta su evocación del extravío con ella, de cómo ese cuerpo extiende una iconografía que puede desplazarse por lapsos disímiles. Y he ahí donde el lector del poema que alaba la figura femenina, al encontrarse con los desnudos de Izuky que encumbran tal silueta, puede establecer un diálogo de sutilezas: el de un orfebre de la lengua y el de un experto del lente.

Desnudo, Izuky
Imagen: Izuky Pérez

Así las cosas, al igual que el poeta cuando registra en su texto que “…no supe de mi horóscopo hasta /mucho después cuando el Mediterráneo me empezó a exigir /más y más oleaje; remando /hacia atrás llegué casi exhausto a la /duodécima centuria…”, el fotógrafo conduce a siglos desaparecidos: los cuerpos que su arte convierte en revelación de un instante, en equilibrio donde lo grácil de cada efigie —sí, de eso se trata: efigies como salidas de un inventario finamente prodigioso de la reminiscencia corpórea femenina, a través del tiempo— pulsa para una gradación que va desde lo más imperceptible hasta lo más minucioso, como fragmentos de una teatralizada quimera pulida por el deseo de esa mirada con pleno dominio.

Muy a propósito de las féminas que desde las fotos del artista cubano pueden rememorar los versos del poeta chileno — “todo eso por cierto en la desnudez más desnuda” —, bueno es resaltar que las mujeres fenicias gustaban de joyas sofisticadas, perfumes raros, cosméticos tentadores, tejidos teñidos con púrpura, beneficiado por los viajes fenicios entre el Mediterráneo oriental y el occidental, un enriquecedor panorama de intercambios culturales y comerciales; y no está de más recordar al respecto que Izuky, igualmente, tiene una parcela de su obra con esas confluencias, en torno a representaciones publicitarias, concebidas con amable discreción y galanura: los desnudos en sus imágenes también invitan a vistazos plurales.

“…Cádiz adentro en la noche ronca en un /aceite de hombre y de mujer que no está escrito /en alfabeto púnico alguno, /si la imaginación de la /imaginación me alcanza”, dice Gonzalo Rojas en su poema, y las fotos de Izuky llevan desde La Habana, ciudad que en mucho parece un facsímil de aquella, a esa Cádiz guardada en la sombra de los tiempos —“Gades”, su nombre latino, ciudad federada del imperio romano— en la que los cuerpos desnudos eran celebrados con lámparas, abriéndose a los párpados en esa “noche ronca” que advierte el poeta chileno; cuerpos que no pocas veces, gracias a la captura que brinda el fotógrafo cubano desde su lente, parecen venir desde aquellos días: brazos, piernas y torsos en las posiciones más diversas y subyugantes; atisbo y luz.

Desnudo, mujer, La Habana, Izuky
Imagen: Izuky Pérez

Entretejer épocas y formas a la hora de la fotografía, solamente puede alcanzarse con la habilidad de una pupila asentada en una percepción muy intrínseca del tiempo como suma de todos los tiempos: Izuky logra ese desplazamiento de sugerencias, propicias a una lectura cultural tan múltiple como resuelta, que puede ir desde el mundo fenicio en la Roma imperial, hasta el ámbito natural en La Habana mestiza. Se trata de una traslación en la que refulgencia tan exuberante —la de los propios desnudos—, acentuada con moderación, favorece un nivel muy íntimo entre ojos y fotos, la impresión de estar frente a —para decirlo con palabras del poeta ruso Joseph Brodsky, Premio Nobel de Literatura 1987— “una tela que bebe el sol del mediodía”.

Viajero que puede moverse por los senderos más insospechados, cámara en mano, para descubrir con sus imágenes de sugerencias temporales —tal es esa apoteosis suya donde los cuerpos son albor, escultura, danza, exaltación…— que festejan el primer día de la creación, Izuky enaltece los secretos de la naturaleza femenina, para correr el velo y mostrar los entresijos de la plenitud desnuda, enjundiosa expansión simbólica de enigmas y develamientos, de insinuación teatral, como si fueran —y de cierto modo lo son— parte de un ceremonial, donde cada desnudo actúa a la manera de un monólogo, una puesta en escena de voces únicas e inseparables, dirigida por un artista del lente que actúa con la maestría de un director dramático.

Curiosamente, las armoniosas disposiciones que se despliegan desde los desnudos de Izuky, como nacidas no pocas veces de un trazado con poderoso aliento geométrico, parecen pulidamente premeditadas para mostrarnos un cuerpo, al mismo tiempo que pueden eclipsarnos algo de él, en una suerte de fortuna adicional que enriquece la ilusión más acendrada. Por una parte, las texturas y volúmenes se apoderan de nuestra perspectiva, figuraciones que desde lo explícito desatan los placeres de la fantasía, y por otra, veda algo que al no ser palmario, actúa como resorte que conduce a completar, desde cada visión personal, el ofrecimiento de las fotografías, en un ensancharse de agudeza ingeniosa que distingue las coordenadas del artista en su faena.

“El artista es creador de imágenes: poeta”, anotaba Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura 1990, en su ensayo “El arco y la lira”. Quien recorra esta galería de desnudos femeninos, labor de un fotógrafo cubano en seductor y vivificante recorrido por esa profusión de solicitudes visuales, ensoñaciones tan manifiestas, comprobará de inmediato lo acertado del juicio ya citado del gran escritor mexicano: no se trata únicamente de un virtuoso del lente, se trata además de un poeta que, al encontrarse con el objetivo que capta su cámara, hace de tal posibilidad otra escritura prodigiosa. “…ardimos a grandes llamaradas”, dice Gonzalo Rojas en el poema que se abraza aquí con estas fotos, y así es lo posible de Izuky, celebración desnuda de la mirada fenicia.

Eugenio Marrón Casanova
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