Atrapar con el lente lo efímero y lo indeleble de un ambiente mundanal, que se distingue por una retentiva en la que los días no cesan de actuar, en relación estrecha con una arquitectura que suma los perfiles de lo plural, establecidos entre permanencias, fugacidades, sumas y restas para el esbozo de una imagen muy peculiar en el tiempo, resulta un hecho a celebrar cuando un artista de la fotografía lo hace con la elegancia de un pincel: así ocurre cuando La Habana es captada por la sutileza de Izuky Pérez (Banes,1982).
Lo primero es distinguir que el fotógrafo se adentra en un recorrido para, de cierta manera, deslindar lo que Alejo Carpentier definió en su clásico ensayo La ciudad de las columnas, “La Habana, ese estilo sin estilo (…), un barroquismo peculiar que hace las veces de estilo, inscribiéndose en la historia de los comportamientos urbanísticos (…), de lo abigarrado, de lo entremezclado, de lo encajado entre realidades distintas (…), las constantes de un empaque general que distingue a La Habana de otras ciudades del continente”.
Conocido es que la fotografía, originaria de una eficaz alianza entre la ciencia y la pintura, nunca se tuvo por una cosa ni la otra: desde sus comienzos a la sombra de Louis Daguerre, dibujante y diseñador teatral en la Ópera de París durante la primera mitad del siglo XIX, inventor del daguerrotipo, llegó para instaurarse como un arte diferente, que inmoviliza y encierra el tiempo. Con su potestad de representar automáticamente una configuración, hizo posible el movimiento de los puntos de vista y con ello su multiplicación.
Asomarse a La Habana que Izuky propone corrobora lo anterior: estamos en presencia de un tiempo inmovilizado y encerrado que el ojo del artista ha entendido; pero, atención, lo inmóvil es aquí como un rumor de oscilaciones, dado ello principalmente porque no son imágenes en blanco y negro —más dadas a una sensación de quietud desde los tiempos inaugurales del quehacer fotográfico—, sino en colores, y no al uso de una propuesta para la contemplación en calma, más bien descubriendo lo que se mueve.
En ese descubrir que dispone el fotógrafo, hay un instrumento de labor que se ha convertido en manipulación sin cesar por parte de quienes terminan por ser sus cautivos, lejos de cualquier agudeza, o mejor, del instante que confía en su revelación: photoshop, lo editado digitalmente para redefinir imágenes, modificación de colores, y añadido de otros efectos. Pues bien: en este caso, Izuky no es prisionero del implemento, sino más bien el implemento es su absoluto servidor, y sólo para recalcar detalles razonables.
En una foto se unen lo imperceptible y lo objetivo más evidentes, el entorno como lo ve el fotógrafo, un soplo inesperado y cautivador. Como señaló el gran escritor y crítico de arte mexicano Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura 1990, en Instante y revelación, “el lente es una poderosa prolongación del ojo y, sin embargo, lo que nos muestra la fotografía, una vez revelada la película, es algo que no vio el ojo o que no pudo retener la memoria. La cámara es, todo junto, el ojo que mira, la memoria que preserva y la imaginación que compone”.
Ciertamente, La Habana de todos los días no es —ni tiene por qué ser— La Habana que captura el ojo de Izuky: en su oficio, se trata de la acción de “mirar”, adentrarse en todo lo que resalta del contorno, pesquisar entre los intersticios, signar el alma y la periferia de lo que se muestra en la imagen, profundizar en el hecho de que los exteriores están perennemente intercambiando su presencia ante los ojos de muchos, dejar testimonio de cómo el artista del lente conduce la vista a tal obediencia: la de lo visible.
A propósito de lo anteriormente advertido, resulta muy puntual citar al gran escritor, estudioso de la fotografía, y crítico de arte británico John Berger, en su fundamental libro El sentido de la vista, cuando viene a sugerir que “el hecho es que la visibilidad (inseparable de la luz) es mayor que sus categorías de medición (pequeño, grande, distante, cerca, oscuro, luminoso, azul, amarillo, etc.). Mirar es redescubrir, por encima y allende esas medidas, la primacía de la visibilidad propiamente dicha”.
Con dominio, mesura y distinción, afirmadas en esa “primacía de la visibilidad propiamente dicha”, Izuky se embarca en una aventura muy distinta a las componendas habituales a la hora de “retratar” La Habana, unas veces para acopiar las huellas del quebranto urbano, y otras para edulcorar las iconografías del espejismo citadino. La travesía del fotógrafo se cumple por calles, interiores, pasadizos, edificaciones, balcones, plazas y monumentos que, lejos de haber agotado su presencia, favorecen un redescubrimiento.
En ese hecho que es el artista con su cámara en busca del tiempo estacionado para redescubrir la ciudad, vale lo dicho por John Berger: “El ojo intercepta la relación entre la luz y las superficies que la reflejan y absorben”, y más adelante se pregunta: “¿En dónde hemos de buscar el significado de lo visible?”, para de inmediato responder: “Una forma de energía que no cesa de transformarse”. Así, a la perspicacia de quien esta vez mira a través de su lente se añade lo posible de enriquecer colores y formas como con un pincel.
Ya se ha apuntado antes de cómo ese instrumento tan usado que es photoshop, cuya gravitación sobre el trabajo de la fotografía en estos tiempos resulta ineludible para muchos, en este caso resulta todo lo contrario: para Izuky se trata de un asistente incondicional, manejable solamente para subrayar complementos muy necesarios. Y ello se pone en evidencia en el carácter que asume tal despliegue en algunas imágenes, el modo para su trabajo con los colores que revelan una ciudad como soñada por un pintor.
Hay una foto insoslayable que, hablando de ciudades y pintores, invita a establecer una relación de visiones trenzadas entre una foto del cubano y un cuadro de un gran pintor holandés del siglo XVII: me refiero, respectivamente, a la imagen de una vieja vivienda, con sus balcones y ropas tendidas, y La callejuela, de Johannes Vermeer —el artífice de esa Mona Lisa de los países bajos que es La joven de la perla—. Para un espectador avisado, las concurrencias resultan sugestivas: Izuky rememora el arte del gran pincel.
Es en tal posibilidad —el artista que desde la cámara y sus complementos se transmuta en un pintor con su paleta en mano—, donde las fotos suyas de La Habana, los colores que acentúan el ambiente y sus aledaños para perfilar lo intrínseco —la calle con sus vendedores ambulantes y vecinos, la enorme bandera pintada sobre los ladrillos de una pared, el aviso del kilómetro zero, los automóviles parqueados a la sombra de edificios restaurados—, se convierten en el muestrario de una ciudad rehecha por una enérgica remembranza visual.
En su libro Viaje a La Habana, publicado en París en 1844, María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, Condesa de Merlin (1789-1852), anotaba que “todo el mundo se mueve, todo el mundo se agita, nadie para un momento. La diafanidad de la atmósfera presta a este ruido, así como a la claridad del día, algo de incisivo, que penetra los poros (…)”. Esas palabras, como si llegaran hasta nuestros días en una máquina del tiempo, bien pueden detallar las fotos de Izuky, cuando el lente es un pincel.
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