José Lezama Lima, escritor cubano
José Lezama Lima. Foto: Tomada de lahabana.gob.cu

Lezama, lector de Martí

¿Puede la palabra actuar como una lente fotográfica? He aquí una respuesta posible: “Martí es un vecino arropado de los senderos, un solitario que mira de frente y se abanica con palmas. Una levita olorosa a camino, a monte, a ciervo que busca amparo, a banderón de la entrada. Su mentón huidizo carece de importancia, porque vive bajo un follaje bigotudo. Es una persona intensa, olvidada de los espejos. Ojo de mirar profundo, aunque no oscuro, penetrante, aunque sin filo, perfila una sinuosa búsqueda sin sombrero sobre la tierra”.

Es el retrato de José Martí que entrega José Lezama Lima (La Habana, 1910 – 1976) a Félix Guerra, en el inicio del libro Para leer debajo de un sicomoro, que recoge entrevistas donde el célebre escritor, revela aquellas parcelas que mejor ilustran, con su verbo sustancioso y encaracolado, el itinerario de una de las más grandes vidas literarias de Cuba y de la lengua española. Y para abrir las puertas de aquellas conversaciones, nada mejor que la figura de quien, de una forma u otra, tuvo sobre su obra un palpable ascendiente.

Devoto siempre del ritmo de esplendor sin tregua que recorre el lenguaje del apóstol “el fiesteo cenital en la rica pinta idiomática de José Martí”, tal como él mismo sentenciara en La expresión americana (1957), Lezama, desde las páginas de sus afamados cuatro libros de ensayo aparte del citado, Analecta del reloj (1953), Tratados en La Habana (1958), y La cantidad hechizada (1970), transmite sin cesar el gozo de aquel juicio, como trasladado a la mismísima médula de su propia escritura.

Tan sólo tres breves ensayos o mejor, en correspondencia con el título del libro donde se incluyen, “tratados”, escribió Lezama sobre la impronta martiana: Influencias en busca de Martí (I y II), y La sentencia de Martí. En el inicial de ellos, el joven José Julián, expatriado en Zaragoza, recibe el influjo de las revueltas populares del siglo XVI, contra la arbitrariedad del rey Felipe II, a través de un célebre desterrado, el otrora poderoso Antonio Pérez. Es así como llega “para apoderarse de la herencia del motín popular, José Martí”.

En el segundo, el estudiante cubano acude todas las tardes a la biblioteca de la Universidad de Zaragoza”, donde lee la poesía de Góngora, y la de Villamediana, y mucho más: “En esa ley de la gravedad de la lejanía, que es el amurallamiento resistente de José Martí, tendría que tropezar con esas citas que un montón de palabras del mejor linaje volvían a pasear por Aragón. De donde parece que Martí las toma, las aposenta y les presta tierra americana para su nueva flor”. Es ahí que Lezama distingue tan alta lección verbal.

Y en el tercero, Lezama da un dictamen luminoso: “Ahora la sentencia de Martí está en su totalidad. Su sobremesa familiar, las noches en que llegó a ciudades lejanas, sus amistades mexicanas, los finales de sus clases en los otoños neoyorquinos, sus lecturas en las casas paradojales de los revolucionarios anticuarios, sus conversaciones ya indescifrables con Rubén Darío, el hechizo con que penetró en el bosque de la muerte, todos los signos que corren a su totalidad son los que tenemos que tocar y reverenciar, descifrar y habitar”.

Pero es en Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX), uno de los dieciséis segmentos que conforman La cantidad hechizada —“una colección de ensayos donde la pupila poética se enriquece en la creación de situaciones, de asociaciones siempre sorprendentes. (…) Un libro donde cada página, párrafo o palabra es una posibilidad de sorpresa”, según su primer editor, Reynaldo González, donde se hallan algunas reflexiones esenciales de Lezama sobre las huellas del hijo de Doña Leonor y Don Mariano.

Vale subrayar algunas de ellas como muestras de la más luminosa excelencia: “…José Martí comienza a fijar la escritura dibujada de su Diario, que es para mí el más grande poema escrito por un cubano, donde las vivencias de su sabiduría se vuelcan en una dimensión colosal. Este poema únicamente puede ser comparado con las Soledades del viejo Góngora o con las Iluminaciones o Una temporada en el infierno, del hechicero niño de la tribu, del arúspice furioso, del mejor lector del hígado etrusco, Rimbaud”.

Continúa Lezama: “En ese poema parece como si Martí hubiera terminado las dos Soledades que se le quedaron sin escribir a Góngora, la Soledad de las selvas y la Soledad del yermo. No importa la diferencia de los estilos ni las apariencias del ceremonial, me refiero tan sólo a la cantidad hechizada”. Y más adelante establece su definición al respecto: “Para habitar esa cantidad hechizada, un poeta tiene que haber alcanzado la sabiduría, ¿pero qué clase de sabiduría estaba ya en Martí cuando muere?”.

Y es entonces que su observación logra la plenitud de lo ancestral: “En Cuba solamente ha sido alcanzada la sabiduría por el taita, el negro esclavo al llegar a su ancianidad, y en la poesía de la sacralidad que culmina en José Martí. (…) La sabiduría del taita es la que ya Martí atesora en su Diario. (…) Su manera de aprender, el oído contra el viento. La lengua clásica que mueve es a veces como la de los cronistas. (…) Su lenguaje no es nunca aprendido, sino pintado como un garabato para ser reconocido por la siguiente caravana”.

Martí, “vecino arropado de los senderos”, deja un trazo, tal como sugiere Lezama, para que los venideros peregrinos por el derrotero del idioma, con sus trabajos y sus días, no perciban únicamente esfuerzos y hallazgos, sino además lo latente de una herencia que aúna las voces más diversas en el mapa de un empeño común, un largo y ondulante camino con la lengua española, en cuya intimidad se entrelazan los horizontes lezamianos de América Martí, Europa Góngora, y África el taita—.

“Piense usted en Martí le decía el escritor a Ciro Bianchi Ross en una entrevista. Ya en la manigua y en plena lucha contra el colonialismo español, Martí pronuncia un discurso ante las tropas insurrectas, y un combatiente, un hombre humilde que lo oye, dice: “Nosotros no lo comprendíamos, pero sentíamos que teníamos que morir por él”. Esa frase que, a mi juicio, es de las más profundas que haya dicho jamás un cubano, fue motivada por la poesía, es decir, la poesía despierta esa misteriosa resonancia, ese esclarecedor eco”.

En aquella ocasión, hay otras palabras que son tan puntuales como determinantes para comprobar la gravitación de la potestad martiana en la ruta lezamiana: “Nadie más creador entre nosotros que José Martí quien sumó, regido por una infinita curiosidad, las tradiciones esenciales del espíritu humano, pero como todo espíritu creador y poderoso, tenía todas las influencias y ninguna influencia”. Es así como se vislumbran las coordenadas encontradas de ambos, para gran celebración: Lezama, lector de Martí.

Eugenio Marrón Casanova
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