Se cumplen por estos días cuarenta y dos años de las sesiones del jurado del Premio Casa de las Américas en Guardalavaca, aquel lejano enero de 1982. Por aquellas fechas, el bisoño corresponsal que yo era, junto al inolvidable periodista uruguayo Fernando Beramendi, residente en Holguín —los dos compartíamos la faena en la sección cultural del periódico ¡Ahora!, que salía de martes a domingo y sólo los lunes no estaba en los estanquillos—, tuvimos la encomienda de reportar informativamente aquel evento de carácter continental.
Allí estaban destacados escritores latinoamericanos. Entrevisté al argentino Humberto Constantini, cuya novela De dioses, hombrecitos y policías había conquistado, en 1979, el premio junto con Abrapalabra, del venezolano Luis Britto; y al poeta peruano de ascendencia checa Mirko Lauer, quien tuvo la gentileza, un atardecer con el batir de las olas, de leernos a Beramendi y a mí, su extenso y seductor poema Sobre Vivir, hermoso homenaje a Julián del Casal, que publicaría luego la editorial Casa de las Américas.
Y también a dos poetas cubanos, uno ya afirmado, y otro en ascenso: Pablo Armando Fernández y Luis Rogelio Nogueras. A Pablo lo conocía desde 1979, al coincidir en la presentación habanera de la maravillosa novela En el castillo de mi piel, del barbadense George Lamming, publicada por Casa; y a Luis Rogelio (Wichy el Rojo, por su cabello color de zanahoria) a principios de los 70, cuando siendo yo un adolescente lector, frecuentaba la redacción de la colección Pluma en Ristre en el Instituto Cubano del Libro.
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Así las cosas, las entrevistas fueron muy cómodas. La de Wichy (La Habana, 1945-1985), al borde de la piscina del entonces allí único hotel, mientras él y otro cubano del jurado, José Antonio González, crítico de cine, atento y cordial —fallecido en el accidente de aviación del Ilyushin Il-62M, que se estrellara, tras levantar vuelo con destino a Milán, en Rancho Boyeros el 3 de septiembre de 1989—, aprovechaban el receso entre chapuzones para valorar visualmente la belleza femenina circundante y apostar a una posible conquista.
La entrevista se publicó el sábado 30 de enero de 1982. Al preguntarle por el oficio de la poesía, su respuesta aún late fuerte: “El oficio mismo es la autoconciencia y la expresión de una madurez formal, es decir, el dominio de las herramientas del poeta (las palabras) en el contexto de los modos de decir contemporáneo. Claro, que de oficio sólo no vive el poeta: la poesía se nutre del magma diverso de la vida. Ese magma llega al hombre por insospechados caminos, mediante la vivencia directa o a través de la vivencia de los otros”.
Al inquirir por el valor del Premio Casa en Poesía para su libro Imitación de la vida, ganador un año antes, enfatizó: “El Premio Casa es el más importante de América Latina, de los más importantes de habla hispana. Qué duda cabe de que un premio al que están vinculados nombres como Alejo Carpentier y José Lezama Lima, Roque Dalton y Haroldo Conti, Ernesto Cardenal y Juan Gelman, Rodolfo Walsh y Francisco Urondo, Alfredo Bryce Echenique y Eduardo Galeano, tiene una importancia cultural de primera línea”.
Es allí, en las páginas de aquel libro de Wichy, galardonado por un jurado de lujo en el ámbito de la poesía en lengua española —el peruano Antonio Cisneros, el argentino Juan Gelman, el cubano Fayad Jamís, y el mexicano José Emilio Pacheco—, donde se encuentra un cuarteto de textos legendarios a la hora de su obra —Ama al cisne salvaje, Acerca de un breve poema que lo hizo inmortal, Eternoretornógrafo, y El último caso del inspector—, que también resalta un poema de lacerante actualidad para estos tiempos:
HALT!
La artillería israelí sigue cañoneando campamentos de refugiados palestinos en el Sur del Líbano.
(De la prensa)
Recorro el camino que recorrieron 4 000 000
de espectros.
Bajo mis botas, en la mustia, helada tarde de otoño
cruje dolorosamente la grava.
Es Auschwitz, la fábrica de horror
que la locura humana erigió
a la gloria de la muerte.
Es Auschwitz, estigma en el rostro sufrido de
nuestra época.
Y ante los edificios desiertos,
ante las cercas electrificadas,
ante los galpones que guardan toneladas de
cabellera humana,
ante la herrumbrosa puerta del horno donde
fueron incinerados
padres de otros hijos,
amigos de amigos desconocidos,
esposas, hermanos,
niños que, en el último instante,
envejecieron millones de años,
pienso en ustedes, judíos de Jerusalem y Jericó,
pienso en ustedes, hombres de la tierra de Sión,
que estupefactos, desnudos, ateridos
cantaron la hatikvah en las cámaras de gas;
pienso en ustedes y en vuestro largo y doloroso
camino
desde las colinas de Judea
hasta los campos de concentración del III Reich.
Pienso en ustedes
y no acierto a comprender
cómo olvidaron tan pronto
el vaho del infierno.
Auschwitz-Cracovia, 21-10-79
Pero, antes de la entrevista a Luis Rogelio Nogueras ya citada, hubo otro incidente —o para decirlo con un título de Roberto Fernández Retamar, otra circunstancia de poesía— cuya fijeza en el recuerdo se acrecienta por varias razones —la locuacidad, la gracia y la agudeza de Wichy, unidas a su control absoluto del instante cual curtido actor en escena—; su pasión por la literatura y su sentido de “lector cómplice”, aquella definición legendaria de Julio Cortázar. Y nada más y nada menos que la invitación a comprar una gran novela.
En el vestíbulo del hotel de Guardalavaca había un improvisado stand con algunas novedades de las editoriales cubanas en aquellos días: libros de diversos géneros, títulos que el tiempo convertiría en claramente olvidables y otros prestos a entrar en la eternidad, entre estos últimos la segunda edición de una novela que ya desde su primera edición en 1975, gozaba precisamente de la nombradía que “las generaciones de lectores” —citadas por Jorge Luis Borges a favor de lo que será un clásico— no han cesado de reafirmar.
Algunos miembros del jurado hojeaban los libros —allí estaban, entre otros, el narrador uruguayo Fernando Butazzoni y el novelista ecuatoriano Pedro Jorge Vera—, cuando en un rapto, Wichy con un ejemplar en las manos de El pan dormido, de José Soler Puig, nos invitó a seguirle atentos: “Aquí tienen ustedes una gran novela…” y a continuación una reseña precisa, encandilada, atrayente, a viva voz, como quien convida a una celebración que no admite demoras ni ocios, un llamado a la lectura más obsequiosa.
Una frase de Balzac —usada por Vargas Llosa de exergo para su monumental Conversación en la Catedral— sobre la novela como “la vida privada de las naciones”, saltó como una liebre, Nogueras exhaustivo: en esas páginas estaba la vida íntima de la Cuba del machadato, en una proeza narrativa de altos quilates. Sus palabras venían a recordar que sin imaginación poética no hay novela, ni hay arte, ni hay nada. Así lo veo aquella tarde remota de enero hace cuarenta y dos años, esplendor con Wichy el Rojo en Guardalavaca.
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