Pablo Armando Fernández, poeta cubano
Pablo Armando Fernández. Foto: Archivo

La amable botánica de un poeta inolvidable

Setenta años se han cumplido de la publicación de Salterio y lamentación, libro de poemas inaugural de Pablo Armando Fernández, nacido en el central Delicias, de la entonces provincia de Oriente, el 2 de marzo de 1929, y fallecido en La Habana, el 3 de noviembre de 2021, autor cuya obra constituye uno de los momentos más significativos de la lírica cubana de la segunda mitad del siglo veinte. Integrante de la llamada “Generación del Cincuenta” —en correspondencia con las fechas en que aparecieron los primeros libros de poetas tan relevantes como Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís, Heberto Padilla, César López, Manuel Díaz Martínez, entre otros—, fueron también de su dominio la novela, el relato y la prosa memorialista.

Tal como se advierte desde sus textos iniciales —y a lo largo de todos sus libros—, el poeta fue un perseverante observador del entorno natural, ampliamente recogido en su obra. Desde el cuaderno que está de aniversario, pasando por Toda la poesía (Ediciones R, La Habana, 1962), hasta los textos de espléndida madurez que abarcan buena parte de su poética entre 1963 y 1983, reunidos en Campo de amor y de batalla (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984), y sin dejar a un lado los bríos que se prolongan en títulos como Reinos de la Aurora (Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2001) o il dilettoso monte (Ediciones Holguín), el escritor dejó constancia de esa otra vocación que formó parte de su vida: la de botánico.

Conocedor muy minucioso de las flores y los árboles, las frondas y las vegetaciones, y de modo especial las de Cuba y sus parajes más diferentes, el escritor siempre estuvo seducido por todo aquello que ceñía tales parcelas, cuestión también presente a la hora de sus predilecciones por la pintura de grandes maestros cubanos que, de una forma u otra, han hecho sus personales lecturas de la naturaleza primigenia de la isla y sus infinitas estelas. Tales condiciones no sólo se articulan como sostén para enaltecer exploraciones y afinidades, sino además expresan las visiones que él guardaba en sus cotos de mayor predilección, fijados en los caminos de su escritura: los reservorios del aprendizaje, la familia y el amor.

La amable botánica de Pablo Armando —me contaba en alguna ocasión a propósito de una entrevista— llamaba su amigo Heberto Padilla a la devoción que aquel sentía por la naturaleza y por las plantas en sus más variadas demarcaciones: búsqueda sin sosiego del paisaje como recordatorio afectivo, alimento espiritual, arborescencia para describir o recalcar los límites del tiempo en su paso, pero también suma de los afectos y las huellas que convidan a la expansión en el calado de su escritura. Amapolas, crotos, helechos, jacintos, granadas… El inventario de la naturaleza que puede hallarse en sus libros se explaya en luminosidades y sombras, a tono con las representaciones de la memoria.

El carácter elegíaco que viene a señalar buena zona de la poesía de Pablo Armando —casi un hilo invisible que guía los pasos de una lectura tan acuciosa como deleitable—, tanto en los textos de pronta y solícita vivacidad, como en los que se dilatan en los apremios de remembranzas tan disímiles como vehementes —las certidumbres del amor, el paso de los años, los asomos del dolor, el recuento del pasado—, se abre no pocas veces con la “amable botánica” apuntada por el autor de Infancia de William Blake como su mejor presentación. Tal es el caso de la serena, doliente y luminosa Suite para Maruja —incluida en Campo de amor y de batalla—, que ya en los versos iniciales tiene en la flora su soporte:

“La primavera, dices, y escojo madreselvas,

geranios y begonias.

A casa vuelves con los pies mojados,

la falda llena de guisasos ásperos.

verbenas sin olor en los cabellos

y entre las manos, romerillo y malvas”.

En su novela Los niños se despiden, que conquistara el Premio Casa de las Américas en 1968, la naturaleza y su pujanza más expansiva tienen un vigor excepcional, que se dilata en visiones de sosegado y aquiescente erotismo, con una prosa que resulta una suerte de facsímil, en buenos trechos, del Cantar de los Cantares, cual lectura colateral del célebre texto bíblico: “Y su aroma era embriagador, y cuando tocó a su frente despertó en ella el recuerdo del monte antiguo de maderas preciosas, y ella estaba tendida sobre una cama de hojas olorosas y frescas y transparentes como el rocío, y su carne era por dentro limpia y suave como la pulpa del anón, y por fuera pulida y luminosa como el cristal de las mostacillas…”.

Otros ejemplos se hallan en su novela Otro golpe de dados (Editorial Letras Cubanas, 1993), saga familiar afincada en el siglo XVIII, en torno al establecimiento de los colonos cafeteros franceses en las serranías adyacentes a Santiago de Cuba. La mirada del novelista así lo confirma sin olvido de su condición de poeta: “Las resedas estaban florecidas. Sus racimos de variado color desafiaban a las flores de los cafetos que, desde las copiosas y redondas ramas, hacían ostentación de su blancura. Y era una fiesta ver el ámbar y el dorado, el gualda y el jalde y todas las gamas del verde y el amarillo en naranjas, toronjas, pomelos, mandarinas y limones. Y era una fiesta para el olfato. Anduve despacio a la sombra de las tupidas frondas de los mangos…”.

Hace veinte años, en una entrevista incluida a manera de epílogo en Lo sé de cierto porque lo tengo visto, antología de sus poemas que tuve la satisfacción de hacer para la Editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico, Pablo Armando Fernández me confesaba algo que resulta esencial a propósito de esa mirada suya advertida: “La búsqueda infinita de lo cubano me conducía siempre al paisaje”. Sobre esa búsqueda, precisamente, podrían ubicarse las palabras de José Lezama Lima cuando advirtió, a propósito del autor, que “su poesía tiene algo de la yagruma con luna, pero después despierta en la madre del gran río americano”. En esa corriente anida el soplo de la amable botánica de un poeta inolvidable.

Eugenio Marrón Casanova
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