Hay una foto de José Lezama Lima, entre varias del autor de Paradiso en su casa habanera de la calle Trocadero número 162, que resulta tan expresiva como aleccionadora: amparado por los libros —o más bien cercado por ellos, pero en un sitio donde el sitiado, más que afligido por la impertinencia del asedio, se descubre entre astuto y gozoso a la sombra de los volúmenes—, el escritor, sentado en un butacón, risueño y con un tabaco entre los dedos —el bello habano a su medida de fumador sin tregua, rindiendo pleitesía a la venerable hoja—, está como pez en el agua.
De inmediato se recuerda el sentido más íntimo de una célebre advertencia del propio escritor: “Con sólo cerrar los ojos mientras froto la lámpara mágica, puedo revivir la corte de Luis XIV y situarme al lado del Rey Sol, oír misa de domingo en la catedral de Zamora junto a Colón en víspera de su viaje a América, ver a Catalina la Grande paseando por las márgenes del Volga congelado, o trasladarme al Polo Norte y asistir al parto de una esquimal que después se comerá la placenta”.
Allí, en la intimidad de su biblioteca, donde los libros que sustentaban las combinaciones más inesperadas de su “Curso Délfico” —suma de lecciones para jóvenes escritores que llegaban a su hogar en busca de algún consejo— parecen aguardar por el próximo lector; títulos como el sapiencial Tao Te King, de Lao Tsé; y las novelas Mario el epicúreo, de Walter Pater; El gran Meaulnes, de Alain Fournier; y Doctor Faustus, de Thomas Mann, entre otros, Lezama se hizo constructor de puentes para llegar a la ciudad prohibida del gran emperador Che Huang Ti, “cuyo imperio se iguala en extensión con los de Alejandro Magno y Augusto”, según contaba en alguna página de su libro La cantidad hechizada, señor de las cuatro inscripciones para las esquinas de sus potestades: “Reunió por primera vez el mundo”; “Derribó y destruyó las hogares interiores”; “Reguló e igualó las leyes, las pesas y las prevenciones”; y “Restableció el orden y suprimió las batallas”.
Así las cosas, las máximas del remoto soberano chino pueden convertirse en los cuatro puntos cardinales de Lezama Lima, acorazado en las ascendientes de su universo alegórico: el mundo reunido según la poesía; las moradas compartidas en permutación de roles para mejor fortuna de los géneros literarios al uso; las cifras, las armonías y las prevenciones codificadas desde la palabra; y la disposición legitimadora del origen reintegrada a su corriente. En ese rumbo, la imagen del poeta entre sus libros en aquella foto, tanto en lo explícito como en lo edificante ya advertido, se convierte en santo y seña de aquel escritor fabuloso que naciera el 19 de diciembre de 1910 en La Habana.
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Entre las obras de Lezama, la que tal vez mejor entregue lo posible de una ilustración para la oportunidad servida por el retrato que estimula esta crónica, sea La cantidad hechizada, cuidadosa edición del entonces bisoño narrador Reynaldo González para el sello editorial Unión, y en años recientes vuelta a publicar en la colección de sus Obras Completas por la Editorial Letras Cubanas, último volumen de ensayos publicado en vida de Lezama seis años antes de su muerte el nueve de agosto de 1976 en la misma Habana que tan hondamente se guarda en no pocas páginas de su legendario Paradiso.
En aquel título de casi 500 páginas, el lector-autor, “sitiado” por sus libros, se adentra en territorios que pueden incitar al conocimiento de su muy personal Torre de Babel: así lo corroboran ejemplos como las eras imaginarias con “el hombre en el centro irradiante de su plenitud”; la presencia del mito de Orfeo como fundamento de un viaje interminable, desde los vasos de épocas homéricas hasta los poemas de Rainer Maria Rilke; y los enigmas del antiguo Egipto descifrados desde el Libro de los Muertos.
Igualmente, China y sus secretos vistos a través de “la biblioteca como dragón” —una de las piezas más suculentas y placenteras de ese volumen—; los siglos XVIII y XIX en clave cubana a través de pintores y poetas; el misterio de la vida y la muerte de Juan Clemente Zenea; la modernidad sin límites de Ramón Meza y esa novela suya en lo más entrañable del siglo XIX cubano, Mi tío el empleado; y la construcción de Rayuela, como inagotable edificio verbal con el que Julio Cortázar avizora el “comienzo de la otra novela”, en franca alusión a las potestades del género luego del célebre Ulises de James Joyce, aparecido en 1922.
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En las piezas que conforman La cantidad hechizada, su autor se revela tal y como le vemos en la foto: una y otra vez insaciable lector, sagaz y dichoso en su reino de libros, el único reino posible para quien, al decir de su amigo Cortázar en el seductor ensayo que escribiera sobre Paradiso, “supo de los ensalmos capaces de hacer bajar la luna hasta la tierra”.
En una entrevista que le hiciera Reynaldo González —e incluida en la selección Lezama revisitado, libro de remembranzas y lecturas a la sombra de una cálida y sapiente amistad—, hay una afirmación lezamiana que bien ilustra su propia huella: “Pudiéramos decir que la más firme tradición cubana es la tradición del porvenir”. Así, el dragón alado que en las mitologías de la China antigua extendía su cola, para ubicar las tierras donde se debía excavar en busca de los abastos de agua, se transmuta en el lector que explaya su mirada y la convierte en escritura para fijar su linaje en el porvenir: la savia misma de Lezama Lima, el poeta en su biblioteca.
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