Juan Villoro, escritor mexicano
Juan Villoro. Foto: Tomada de Prensa Latina

Juan Villoro, el hijo del cartaginés

Cuenta Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) —uno de los escritores más importantes de la literatura latinoamericana de los últimos tiempos— en unas páginas sobre su padre Luis, filósofo nacido en Barcelona en 1922, y radicado desde muy joven en tierras mexicanas tras la guerra civil española, que siendo estudiante de un colegio jesuita en sus días europeos, lo que más prefería eran las competiciones académicas, donde los alumnos, asomados a los estudios de Historia Antigua, se dividían entre romanos y cartagineses.

Así evoca Juan a su progenitor en aquellas aulas: “En esos pupitres, Cartago no había caído. El país de Aníbal, Asdrúbal y sus desmesurados elefantes aún tenía una oportunidad. Mi padre creció como cartaginés, resistiendo contra el Imperio, posponiendo el holocausto de la ciudad sitiada. Estudiar, saber latín, significaba vencer a Roma”. Cuando el primer día del año 1994, los zapatistas se alzaban en Chiapas, Juan rememora que entonces su viejo podía “sentir, asombrosamente, que Cartago existe”.

Tal como advierte el hijo, en Mi padre, el cartaginés, la imprevista entrada del EZLN —Ejército Zapatista de Liberación Nacional— en la escena de la vida mexicana, “un anacronismo, un desfase, permitió a mi padre situarse fuera de época, ver el presente a partir de pasados sucesivos. Los zapatistas quebraron para él los cántaros del tiempo, del mismo modo que los Bacabs –jinetes celestiales mayas- quebraron los cántaros de agua”. Así —recuerda el escritor— “él podía recuperar otros fantasmas”.

En una conversación sustanciosa e inolvidable con Roberto Fernández Retamar, una mañana de septiembre de 2015 en su despacho en la Casa de las Américas —rememorada por mí en una evocación sobre el poeta y ensayista tras su muerte, publicado en la revista Casa—, abordamos la entonces reciente antología de Juan Villoro, Espejo retrovisor, del Fondo Editorial de la institución, en particular el texto citado y allí incluido, que al decir de Roberto, era “un retrato emocionante de la condición de hijo bien llevada”.

Esas remembranzas vuelven al calor de la publicación, este año, próximo a concluir, del libro La figura del mundo, de Juan Villoro, bajo el sello Literatura Random House en México y otros países de la lengua española, pues se trata de mucho más que una revisitación en grande de aquella pieza narrativa. Esta vez, las partes memoriosas sobre su padre no sólo se adentran en la intimidad afectiva y sus deslindes, sino que, además, hilvanan todas las perspectivas del filósofo, luchador social, y heredero del espíritu de Cartago.

Para un escritor que domina la novela, el cuento, la crónica y el ensayo, con títulos de ingenio y rigor, este nuevo encuentro con Luis Villoro desde la voz de su hijo Juan, en esa muy lúcida, conmovedora y extensa carta al progenitor difunto —o igual, diálogo con él—, bien podría ser apartado para una posible antología de la figura del padre vista por autores latinoamericanos en novelas y relatos: ahí están José María Arguedas, Joao Guimarães Rosa, José Lezama Lima, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, entre otros, para confirmarlo.

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Según lo ha indicado el crítico español Nadal Suau en una reseña del suplemento madrileño El Cultural, a propósito de La figura del mundo, “…esta es una conversación casi crepuscular en la que amar se traduce en intentar comprender”. Y añade: “…estamos ante un texto de pensamiento, con un pie en lo concreto y otro en lo abstracto, solo que Juan Villoro piensa a base de encontrar vidas en las ideas e ideas en las vidas, sin desajustes que entorpezcan su encuentro natural”.

Bueno es recordar que el acento avispado de Juan Villoro con su manera, junto a su vigorosa flexibilidad, le ha permitido adentrarse en territorios tan diversos —y así se corrobora en Espejo retrovisor— como pueden ser el fútbol —Los once de la tribu resulta una pieza de lujo a la hora del balón de cuero en clave literaria—, el rock y su alcance global —Supongamos que no existen los Rolling Stones es todo un reportaje de altos quilates—, y el legado de Shakespeare —El rey duerme entrelaza el placer del cronista con la mirada del escritor—.

Y como novelista dos ejemplos ratifican lo advertido: El disparo de argón, un inquietante thriller dentro de una clínica oftalmológica, en la que el comercio subterráneo de córneas resulta más ventajoso que proteger los ojos; y Arrecife —galardonada con el Premio José María Arguedas, de la Casa de las Américas—, un vertiginoso suspense en torno a un resort en alguna playa del Caribe, donde se ofrecen peligros vigilados para los turistas deseosos de emociones fuertes, hasta que irrumpe en escena el cadáver de un buzo muerto fuera del agua.

En entrevista con Juan Villoro, publicada en 2015 en la revista La Siempreviva, me confesaba: “Escribir historias depende de disponer de un sustrato real para encontrar ahí posibilidades ocultas. Esto es muy cierto para la ficción y en cierta forma también lo es para la crónica, que no sólo pretende rendir un testimonio sobre sucesos evidentes sino encontrar ahí pliegues no advertidos. En cualquier suceso siempre hay algo que no debería estar ahí y sin embargo se presenta: la mosca en la sopa. Hay que saber poner la mosca en la sopa”.

Su urbe natal ocupa buena parte de su obra, y así lo dice en aquella ocasión: “La Ciudad de México te permite ser nómada sin moverte de lugar. Nací en una ciudad de cuatro millones de habitantes y ahora vivo en una que anda entre los 16 y los 20 millones. (…) Obviamente, muchas cosas se han perdido y destruido con esta expansión. Al caminar por la ciudad voy mentalmente por un sitio anterior, que sólo existe en la memoria. Buena parte de lo que he escrito surge de la tensión entre la ciudad real y la ciudad de la memoria”.

En su última novela, La tierra de la gran promesa, editada en 2021, vuelve la Ciudad de México, y con ella una historia donde se entrecruzan el cine, la violencia de los narcos, las historias personales, y los vínculos más imprevistos entre la actualidad y el arte. Y ahora, con La figura del mundo, se asoma de lleno a los ámbitos familiares más ineludibles; una vuelta temperada y atenta a la vida de su padre, retrato cautivador de una concordancia que ilustra los caminos de una vocación cumplida: la de Juan Villoro, el hijo del cartaginés.

Eugenio Marrón Casanova
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