Tres años se cumplen de la partida del poeta Sigfredo Ariel (Santa Clara, 1962), aquel amanecer del 24 de julio de 2020 cuando irrumpió el teléfono para corroborar que llamadas madrugadoras raras veces son obsequiosas: la noche antes, en un hospital de La Habana, había muerto. Un aldabonazo brutal, una sensación de tristeza que traía consigo los versos de César Vallejo: “Serán tal vez los potros de bárbaros atilas…”. De inmediato me asomé a una foto que la muerte venía a convertir en lejanísima imagen, como si se tratara de un daguerrotipo, durante la Feria del Libro de Santa Clara en 2018: Sigfredo y yo, una tarde cualquiera de abril iluminada por él, a la sombra del gustoso conversar.
“La poesía es misteriosa y tiene que sorprender, porque el poema se produce por el azar, por relaciones que sorprenden al poeta y se cargan de significación”, advertía en una entrevista el español Francisco Brines, Premio Cervantes de Literatura 2020. Tal aseveración resalta a propósito de un texto de Sigfredo Ariel cuya relectura vino temprano aquel día infausto: Un ciervo, incluido en su antología poética Deriva (Editorial Capiro, Santa Clara, 2017), que él presentara en la ocasión más arriba citada, suma de más de treinta años de labor —su primer libro, Algunos pocos conocidos, había obtenido el Premio David de Poesía en 1986, y entre otros lauros se añadían las dos veces que conquistara el Premio Julián del Casal (Hotel Central, 1997; y Born in Santa Clara, 2005), y el Premio Nicolás Guillén (Manos de obra, 2002)—.
El ciervo es un poema que distingue con relevancia algunas de las señas más sobresalientes en la poesía de Sigfredo —agudeza y esplendor con un lenguaje cálido y sagaz, nunca exento de una inteligencia abrasadora—; allí se entrecruzan variadas maneras en las que confluyen inagotables perspectivas, la iconografía más diversa —desde aquel mamífero rumiante, cuyo alto simbolismo adquiere bríos estremecedores, hasta la figura del martirizado San Sebastián a lo largo de siglos en la historia del arte—.
Hay igualmente en este poema parajes que fijan una geografía de resonancia alegórica tanto insular como universal, la inocencia como reservorio de voces que sustentan la condición originaria del poeta, la sutileza de una relación afable y juiciosa que entreteje resonancias y circunstancias, la elegancia de una voz en la que palpita el encanto de la lengua española. Y todo con un porte de ternura y claridad que, igualmente —no hay que olvidar que Sigfredo Ariel era también un primoroso dibujante—, convierte las palabras en trazos para la ensoñación. Así las cosas, nada mejor que compartir el poema en esta columna:
Un ciervo
Para Rigoberto González del Pino
Tóquenle los ojos cuando duerma
cójanle las manos si la bruma es espesa
cuando nadie reconozca a nadie.
Sóplenle la sal, espántenle las hojas
afiladas y obscenas.
Llévenlo al mar, déjenlo tenderse solo
sobre un árbol caído y natural, que no padezca
nunca, un ciervo es demasiado
vulnerable.
Lo pueden escoger como un esclavo dulce
hacerlo atravesar la tundra
quebrándole el oro de los pies.
No dejen que lo escondan bajo diez capas de polvo
que se ceben en él, que sienta horror cuando le silben
al oído los dardos de San Sebastián.
Ninguno hable con él otra palabra
que el idioma de la almendra y el jacinto.
Él no debe saber de su peligro, no debe sospechar
un ciervo es demasiado sutil, demasiado
adolescente.
Pónganle de cerca nuestro fuego, déjenlo
apegado a nuestra sencillez, no lo busquen
muchachos vendedores hermosos y perfectos.
Que no sienta el desierto.
Cójanle las manos si la bruma marina
es húmeda y cerrada, si es
nuestra desesperanza.
Tengo la total certidumbre de que Un ciervo pertenece al linaje de poemas que, muy particularmente en la literatura cubana, sorprenden a la manera que propone Francisco Brines: el misterio como clave que precisa los regazos de una emoción tan cristalina como sosegada, una experiencia única e irrepetible, asentada en la capacidad de Sigfredo Ariel para enfrentar los retos de la escritura poética como un despliegue de enlaces, que deslinda configuraciones insospechadas.
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Poco después de aquella noticia para una amanecida tan dolorosa, la aparición del libro Figúrate. Testimonios de música cubana, por el sello Ediciones Capiro, de Santa Clara, puso en manos de los lectores una de las parcelas más suculentas y gozosas del quehacer de Sigfredo: su indagación permanente y pertinaz en los archivos fonográficos más disímiles y legendarios de la música cubana. Ahora mismo, mientras se deslizan estas líneas, me acompañan en el recuerdo las tantas veces que Sigfredo engalanaba una conversación, con ese conocimiento rumboso y experto en las mil y una cadencias de la Cuba entrañable, la marca mayor de un derrotero cultural contra viento y marea.
En sagaz ensayo sobre el autor de Un ciervo, el inolvidable Antón Arrufat ha apuntado que “el encanto de su escritura, que tiene el misterio del agua y no el misterio del intelecto, misterio construido para ser desentrañado —el agua es más misteriosa que el álgebra—, nos permite, a nosotros sus lectores, disfrutarlo sin estrategias teóricas, de un modo hedónico”. Así, una vez más, asomado al recuerdo, me parece escuchar la risa contagiosa y sonora del poeta cuando le digo que siempre él será la eternidad: Sigfredo Ariel tres años después…
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