Emilio Ballagas, poeta, escritor, Literatura, Cuba
Emilio Ballagas. Foto: Tomada de Radio Progreso

Un relámpago con Emilio Ballagas

Asomarse a un álbum de viejas fotos es siempre la invitación a una aventura, y más si se trata de imágenes tomadas por la lente de algún fotógrafo, allá por los años cuarenta del siglo veinte, tal vez en un pueblo cubano de provincias para más señas. Hay una foto del poeta Emilio Ballagas (Camagüey, 7 de noviembre de 1908 – La Habana, 11 de septiembre de 1954) que bien lo confirma: allí está él, joven Doctor en Pedagogía, que ocupa una cátedra de Literatura y Gramática en la Escuela Normal para Maestros de Santa Clara, donde se desempeñará hasta 1946.

En el retrato se le ve con bigote bien cortado y mirada soñadora —o mejor: mirada anclada en la dubitación que reposa en el sueño—, de traje impecable y corbata con nudo firme, el rostro ligeramente inclinado y reposando sobre el puño entrecerrado, que bien puede ilustrar con tal postura unos versos suyos: “Estarme dormido —íntimo— /en tierno latir ausente /de onda presencia secreta”. Es así que estarse dormido, según el poeta, es consecuencia de lo posible para una intimidad bien afirmada en dócil latido, dilatación y contracción que anida en lo aparente inmóvil. La cámara logra captar el salto del destello, pero tras ello, muy adentro, navega el misterio “de onda presencia secreta”.

Emilio Ballagas, Poeta cubano, Escritor, LiteraturaEs aquella “onda presencia secreta” la que puede definirse en otra foto, en una suerte de muy peculiar retrato hablado que brinda José Lezama Lima de Emilio Ballagas, de forma tal que se transmuta en pretexto para un ejercicio de evocación, en el que el artífice de Paradiso propone una lectura en clave de exultación linfática, para exponer prolijamente, a partir de la persona misma y sus características más peculiares, las propensiones en la poesía del amigo recordado. Lezama destaca un detalle que abre las puertas: “Recuerdo la manga de su camisa cubriendo la mitad de la mano. La mano nerviosamente cerrada como para ocultar la transpiración, cepillada incesantemente por el pañuelo, que a su vez parecía que rompía el provinciano estreno de sus cuadrados”.

La palabra se expande más allá de la foto y es entonces cuando Lezama percibe en Ballagas “los cambios del color de su rostro, testimonio de una sangre que se irregularizaba, como para irle preparando su muerte”, como si la mirada soñadora anunciara el último sueño. “Dormido” e “íntimo”, dos condiciones que para Ballagas eran una sola cosa según sus propios versos, se entrecruzan en los caminos de la sangre y la alucinación, como atributo de los dominios poéticos que Lezama advierte en el creador de la Elegía sin nombre.

Así lo dice el autor de Muerte de Narciso: “El misterio de la circulación de la linfa, misterio de un círculo que se apresura en el sueño, que gana el tiempo del río, con el movimiento de los ramajes que entintan el sueño. Movimiento de la clorofila de los árboles, lenta, rápida, inapresable, pero que allí es la sangre, donde la sangre agotó su expiación. En el poeta, la circulación de la linfa, sentirse cum plantibus, es la puerta donde toca levemente el río como último camino”.

Para el lector iniciado en la obra de Emilio Ballagas, ese “último camino” —advertido por Lezama— deslinda las interioridades de su ruta poética, el río cuyas aguas no cesan y que, en su caso, distan de ser como las de Heráclito, pues siempre, inmutable, una y otra vez, la linfa se expande, de modo especial en los textos que conforman su volumen Sabor eterno, fechado en 1939.

Allí está lo que podemos llamar con justeza —ateniéndonos al dictado de Lezama— el “cuarteto linfático” de Ballagas: Retrato, Elegía sin nombre, Nocturno y elegía, y Elegía tercera, poemas en los que no sólo la sangre agota su travesía, sino también poemas que parecen escritos a la sombra de aquel “movimiento de los ramajes que entintan el sueño”. En ese orden, el carácter de “dormido” e “íntimo” como santo y seña del poeta, se transmuta en símil del “último camino”, ahora como único e indivisible testimonio en un círculo, ya final, “que se apresura en el sueño” y lo trasciende en escritura.

Pero volvamos al álbum de viejas fotos y ahora otro “retrato hablado”: nuevamente un fotógrafo verbal de excepción, esta vez Virgilio Piñera. Una sentencia de Víctor Hugo sobre Baudelaire es el punto de partida, digamos que el enfoque de la lente que usa el autor de La isla en peso: “C est un frisson nouveau”, es decir, se trata de “un nuevo estremecimiento”,  una sentencia nada desdeñable que bien puede aprovecharse para desglosar la obra de un poeta que murió a los cuarenta y siete años, y en tal sentido bien nos recuerda que “tenemos que conformarnos con lo que Ballagas alcanzó”, pues “aquí una vez más la muerte nos juega su mala pasada”.

Esa muerte, tal como lo apuntaba Piñera, siempre estableció su interposición cuando tanto se aguardaba de quienes, en la literatura cubana, confirmaron alta nombradía, y con ella lo mucho que aún prometían: Juan Clemente Zenea, Julián del Casal, Rubén Martínez Villena, Ramón López…, nombres que le resultaban más que elocuentes en la fecha de aquel texto suyo, 1959. Y podemos añadir, posterior a ese año, a otros que igualmente estaban en su más alto momento al partir: Rolando Escardó, Luis Rogelio Nogueras, Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar, Juan Carlos Flores, Sigfredo Ariel…

Sin embargo, ya estaba corroborado ese “nuevo estremecimiento” desde una noche de 1936 en la que, tras una cena en Camagüey, Emilio Ballagas le comentó a Virgilio Piñera de un poema recién escrito en el que “había puesto su cuerpo y su alma”. Un año y medio después, pero en La Habana, le entregaba una copia de Elegía sin nombre. Íntimo y exhaustivo en el retrato hablado del poeta que publica en número monográfico el suplemento Lunes de Revolución en 1959 —texto fiel y cautivador que se adentra como pocos en las líneas del poeta camagüeyano y su tiempo—, Piñera rememora a un amigo de Buenos Aires que, asombrado, le reprochaba, tras una lectura de Ballagas, que los cubanos no se dieran cuenta de lo que significaba aquel poeta. Piñera añadía a propósito del regaño: “Claro, él como recién se asombraba quería que también nosotros no saliéramos de nuestro asombro. Y es por eso, que no pudiendo ya asombrarnos, nos sintamos conmovidos”.

Así las cosas, junto a los gozos y las sombras que comporta un álbum de viejas fotos —visuales o verbales, anhelantes o sosegadas, despiertas o dormidas—, resulta laudable vislumbrar las razones en el momento de aquel asombro y, desde luego, la certidumbre que ello entrega. El latido de la “onda presencia secreta” para decirlo con un verso suyo— del autor de Nocturno y elegía no deja de prender y, más allá, como quería Piñera, permanece en el fiel de sabernos por él conmovidos. “Lenta, rápida, inapresable” —al decir de Lezama— la sangre de aquellos días no agota su circulación: en los versos arrasadores que legó desde las entrañas de una sensibilidad puntual y doliente —tal como indica su poesía de mayor calado—, hay una estancia a la que siempre entraremos arropados “con el movimiento de los ramajes que entintan el sueño”, allí donde nos aguarda, entre linfa y estremecimiento, un relámpago con Emilio Ballagas.

Eugenio Marrón Casanova
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