Pablo Neruda, poeta chileno
Pablo Neruda: Foto: Tomada del blog El Ciervo Herido

Cien años con Veinte poemas de amor y una canción desesperada

Tenía diecinueve años en junio de 1924, era larguirucho y taciturno con la mirada abstraída, sus manos con dedos largos, y el traje impecable con la corbata bien anudada —una foto de Georges Sauré tomada por aquellas fechas así lo descubre—; un año antes, se ha publicado su primer libro de poesía, Crepusculario, donde está uno de sus textos legendarios, Farewell —“…Desde tu corazón me dice adiós un niño. /Y yo le digo adiós”—. Pero aquel otoño austral, la editorial Nascimento, en Santiago de Chile, publica Veinte poemas de amor y una canción desesperada, la apertura magna de Pablo Neruda.

“Un libro doloroso y pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora del sur de mi patria. Es un libro que amo porque a pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia”, indica el propio Neruda en sus memorias, Confieso que he vivido, para apuntar con la nostalgia que guía la mirada en busca de esas lejanías: “Creo que no he vuelto a ser tan alto y tan profundo como en aquellos días”. Y luego añade: “No era posible cerrar la puerta al amor, a la vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta”.

A ese joven —tras sus huellas de aprendizaje en mis recuerdos—, fue al que busqué una mañana de la primavera austral del año 2007, cuando junto a mi amigo el poeta Luis Lorente, y gracias a la colaboración del entrañable Roberto Concepción, cardiólogo asentado en la capital chilena, viajamos a Isla Negra, localidad en la zona costera de Valparaíso, peregrinación sin pausa por las rutas más afectivas de la poesía, a esa suerte de santuario que es la casa de Pablo Neruda, “donde el tiempo vive junto al mar /y cuenta y toca lo que existe”, tal como él mismo escribiera.

En aquel retiro a orillas del Océano Pacífico, aún no vivía el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada para la fecha en que ese libro se publicó, pues sería en 1938 que, al retorno de uno de sus viajes, y ya firmemente establecido en los rumbos de la literatura, comprara aquella parcela a un marino español; allí había una pequeña casa de piedra, a la cual se añadirían nuevos compartimentos, en expansión de caprichosa y quimérica arquitectura con los materiales más disímiles —maderas, rocas, diversos ornamentos, restos de naufragios—, para levantar el refugio del poeta.

Casa del poeta Pablo Neruda
Sala de la Casa de Pablo Neruda en Isla Negra. Foto: Tomada de chiledreamtours.com

No podía ser de otra manera: la casa de Isla Negra era la morada de aquel lejano muchacho que irrumpiera en los anales de la poesía en lengua española, con un libro tan inesperado como original. Si al leerlo, una y otra vez, lejos de agotar su repercusión, mucho más allá de modas y modos, se reafirma, como apuntara el escritor chileno Jorge Edwards, que “la inspiración amorosa y erótica, no fue sólo un rasgo de adolescencia y juventud”, entonces asistimos a la abundancia de un joven que nunca desmaya en sus empeños —sea la poesía que escribe o la casa que construye—, plenitudes de un coloso.

Habitación del poeta Neruda
Foto: Tomada de: x.com/apuntesyviajes

Al asomarnos a la habitación que en la planta alta era el nido de Pablo Neruda y su mujer Matilde Urrutia, con una vista magnífica tras los altos cristales para casi tocar el oleaje impetuoso, al mirar el ropero con los sacos, las corbatas, los zapatos, las variadas prendas que registraban su elegancia de viajero por todos los confines de la Tierra, comentábamos Luis Lorente y yo que no sólo se trataba del vestuario de un enorme poeta, sino también de su intimidad más esplendente a la espera, como si en cualquier momento fuera a irrumpir su dueño para escoger la combinación más adecuada para un convite.

La relación entre Neruda y su casa de Isla Negra es lo factible de otra lectura a tener muy en cuenta, fondeada en las devociones que aquel siempre tuvo: los nombres de sus amigos poetas fallecidos, escritos en las vigas de la techumbre —García Lorca, Paul Eluard, Miguel Hernández, Nazim Hikmet…—, los mascarones de proa, un ancla gigantesca, las colecciones de jarras y frascos, las botellas con réplicas de barcos en sus interiores, los cofres, las caracolas, la campana, los grabados con barcos y motivos marinos, las fotos de escritores, los muebles más inesperados… Su reino terrenal.

El libro que ahora cumple su centenario, es igualmente la impronta de las diversas generaciones que se cobijaron en sus páginas para deslindar, como recién nacidas, la certidumbre de la ilusión y el desvelo de la ternura, la fiebre del placer y el temblor de la ansiedad: “Oscuros cauces donde la sed eterna sigue, /y la fatiga sigue, y el dolor infinito” (Poema 1); “Aguas arriba, en medio de las olas externas /tu paralelo cuerpo se sujeta en mis brazos” (Poema 9); y “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, /y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca” (Poema 15), son algunos ejemplos.

A la hora del recuento de tan inagotable libro con millones de lectores a lo largo de cien años, vale distinguir con holgura el notorio Poema 20, y luego La canción desesperada. En el primero, tal vez el inicio más célebre de un poema en nuestra lengua: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, y a continuación su alargamiento, para distender con detalles de apremio delicado y firme: “Escribir, por ejemplo, La noche está estrellada /y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”; y en la otra, el afilado recuento: “Mi deseo de ti fue el más terrible y corto, /el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido”.

Al referirse a los tres momentos capitales de la obra nerudiana —el que motiva esta columna, más Residencia en la tierra (1933) y Canto General (1950)—, su coterráneo el también poeta Raúl Zurita, en La ferocidad de un tiempo breve, puntual y conmovedor ensayo, advierte que “estas tres obras cumbres implicaron el riesgo absoluto de la muerte y la sobrevivencia a la muerte. Pablo Neruda es sobre todo esa cifra que las escribió y a la que ahora sólo podemos indagar en el abismo de un lenguaje que excede para siempre lo que usualmente entendemos por literatura”.

El célebre maestro italiano del relato y la fabulación, Italo Calvino, en su volumen de ensayos Por qué leer los clásicos, indica que “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Ello es lo que ocurre con el título que ahora celebramos, y que bien lleva a recordar lo dicho por el gran poeta mexicano José Emilio Pacheco: “Neruda renace todos los días porque siempre hay alguien que lo lee por primera vez y hay otro que lo relee con nuevos ojos. No hacerlo empobrecería nuestra vida”. Lo revalidan cien años con Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

Tumba del poeta Pablo Neruda
Los poetas Eugenio Marrón y Luis Lorente en la tumba de Neruda y su esposa en Isla Negra. Foto: Cortesía del Autor.
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