Lograr que una editorial alcance su definición mejor, con un catálogo de obras y autores que reúne tiempos y perfiles diversos, asentado en trabajos que aúnan elegancia y belleza, resulta labor para distinguir su presencia en los horizontes de la isla y, de manera especial, lo alentador de ver cómo, frente a adversidades circunstanciales o deterioros materiales, el hecho del libro en formato de papel mantiene su carácter, como nave proa del acervo cultural que representa los más altos tesones de la humanidad.
Fundada en 1997 en Holguín, Ediciones La Luz, con la guía del poeta Luis Yuseff, y un equipo que se renueva sin cesar, constituye lo ya citado, para refrendar un quehacer que se expresa muy bien en el logotipo, una palmatoria que ilumina desde el lomo de sus libros, claridad, puntual y comprometida con los valores de la literatura, guía para adentrarse en nombres provenientes de cualquier sitio de la geografía cubana, o de otras regiones bien de América Latina o cualquier parte, siempre a favor de la calidad más acendrada.
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Es así como esas ediciones holguineras de la Asociación Hermanos Saíz han logrado convertirse en una de las constancias más altas del libro cubano, y no sólo dentro de las fronteras insulares, sino mucho más allá, lo cual bien permite definirla también como una editorial cubana de honda vocación latinoamericana: el hecho de que significativas figuras de la creación verbal en ese ámbito acepten publicar en ellas, como el novelista chileno Hernán Rivera Letelier o el poeta colombiano Juan Manuel Roca, lo corroboran.
En tal sentido, resulta igualmente halagüeño ver cómo la obra poética del mexicano José Emilio Pacheco (1939-2014), uno de los grandes en América Latina, Premio Cervantes de Literatura en 2009, se ha publicado en La Luz en una cuidadosa antología, En el último día del mundo, preparada por Erian Peña, y por cortesía de los familiares del poeta —vale añadir que la mexicana Elena Poniatowska, también Premio Cervantes, ofreció su consentimiento para incluir como introducción un texto suyo—.
Línea muy relevante de la editorial es la colección que recoge los libros del Premio Celestino de Cuento, certamen anual de alcance nacional, que ya brinda un muestrario que valida lo más granado del género entre los jóvenes; Umbralismo: una antología, de Rafael Ramírez; Los macabeos, de Abel Fernández-Larrea; Nube oscura alrededor de la cabeza, de Julián Marcel; La máquina de recuerdos, de Evelin Queipo; y Boustrophilia, de Roberto Ráez: que para el autor de esta columna demuestran un nivel encomiable.
Igualmente, el hecho de poner en manos de los lectores lo más reciente del quehacer de jóvenes poetas, resulta una experiencia que coloca, a la versada y perseverante editorial holguinera, en el horizonte más diferente por sus empeños y realizaciones; son muchos, pero a la hora de recordar, el oficio de lector me trae ahora mismo dos: Carne roja, de Reynaldo Zaldívar, y Laminarios, de Camilo Noa, títulos que proponen los comienzos de maneras que se afirman en apremios sostenidos con singularidad y aptitud.
Otra colección a tener entre los logros más estimables de La Luz es Analekta, que ya suma 52 con la reciente antología Castas arenas de la noche, de Emilio Ballagas: se trata de cuadernos elegantes y moderados en su volumen, en un listado que aúna voces recientes y otras del acervo ya establecido, para conformar un abanico tan sugestivo como obsequioso: muestras a distinguir, aparte del ya citado, son Quiero escribir con el silencio vivo, de Fina García Marruz, y Una cantidad misteriosa, de Cintio Vitier.
Capítulo ineludible en estas ediciones es el de proyectos muy especiales, como es el ejemplo de dos libros: Un enorme juego con el tiempo, entrevista a Cosme Proenza por Alejandra Rodríguez Segura —acompañado del dvd que contiene el documental de la realizadora—, un viaje a la intimidad creativa de ese gran maestro de la pintura cubana; y Monstruos. Pequeño inventario, de Maikel Rodríguez Calviño, minucioso título que se acerca al imaginario de culturas y tradiciones literarias diversas, bellamente ilustrado.
Un acontecimiento a resaltar en la suma de fortuna que brinda a los aires del libro cubano La Luz, es la publicación de la poesía completa de Delfín Prats, El brillo de la superficie, con prólogo de Ronel González —esmerado ofrecimiento que incluye un cd, con el autor leyendo algunos de sus poemas—, constancia de gratificante iniciativa emprendida por la editorial, para distinguir el legado de una de las voces legendarias de la poesía cubana —de inalterable arraigo en la admiración de los jóvenes poetas—, Premio Nacional de Literatura 2022.
El ejercicio de la traducción literaria, como vía de acercamiento para acceder a otras zonas de la creación verbal ha sido capital en La Luz —vale recordar lo que apuntaba Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura 1990: “Pasión y casualidad pero también trabajo de carpintería, albañilería, relojería, jardinería, electricidad, plomería; en unas palabras: industria verbal. La traducción poética exige el empleo de recursos análogos a los de la creación, sólo que en dirección distinta”—, y con ella, su camino a los lectores resulta loable.
En tal derrotero, títulos como El mar en un cielo, de Saint-John Perse; Compraremos la ciudad; de Allen Ginsberg; e Instrucciones para dibujar un pájaro, de Jacques Prevert —traducidos, respectivamente, para esta ocasión, por Manuel García Verdecia y Ariel López Home, los dos primeros, y el segundo por Irina Chaveco y Elizabeth Soto—, advierten de la jerarquía que para un empeño de tal índole —faena de primer orden en el diálogo permanente entre lenguas y culturas—, resulta primordial para un ensanche editorial.
Y la reciente colección Abrirse las constelaciones, con atracción muy sagaz en su diseño y exactitud en su propósito —nuevos textos de autores que, como propone el nombre, abren zonas del firmamento a la hora de la lectura—, para entregar primicias que se sitúan en trayectos a tener en cuenta: ejemplos como los poemarios Hojarasca de las formas, de Erian Peña; y Rituales de la culpa, de José Luis Laguarda; la novela Al son de la calavera, de Andrés Cabrera; y la pieza teatral Teoría de las flores salvajes, de Katherine Perzant, lo afirman.
Libros en formato de papel —la heredad que atesora El universo en un junco, para decirlo a la manera de la escritora española Irene Vallejo, al recordar lo entrañable de la civilización lectora—, pero también espléndidos audiolibros, carteles, jornadas literarias, eventos con niños y títulos para ellos, promoción sin tregua en las plataformas mediáticas, recuerdan lo propuesto en los versos de Delfín Prats: “…ellos se asomaron mucho más allá /ellos vieron /del otro lado del horizonte…”. Así se confirma cuando La Luz abre las constelaciones.
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