Era un caballero en la más alta acepción de la palabra: elegante sin discordancia, cortés sin desmesura, circunspecto sin empaque, culto sin exageración, jovial sin estridencia, locuaz sin desarreglo… Un criollo bien asentado en una cubanía abierta a los cuatro puntos cardinales, con una vida plena en andanzas y experiencias; un periodista de raza, un escritor de talento —sus novelas y sus libros de testimonio lo confirman—; un amigo generoso: se llamaba Jaime Sarusky Miller, también Jimmy o El polaco para sus afectos.
Hijo de emigrantes que llegaron a Cuba desde la Polonia profunda en la segunda década del siglo XX, de ascendencia judía por ambas partes, madre y padre —sus apellidos no admiten la más leve contrariedad—, Jaime —así le llamé siempre— había nacido en La Habana el 3 de enero de 1931, donde falleció el 29 de agosto de 2013. En los años cincuenta, estudiaría Literatura Francesa y Sociología del Arte en la Universidad de La Sorbona, y allí en París, al calor de esa lengua, tuvo ejemplar ascendencia de vivencias y lecturas.
Entre las primeras, cuánto serían de significativos los encuentros más disímiles para el bisoño estudiante y reportero; las remembranzas suyas sobre aquellos tiempos —contadas con lujo de detalles, no pocas veces con humor tan reposado como confortador—, permitían volverle a acompañar la tarde en que conociera a Albert Camus en una librería, sus clases con Michel Butor y Roland Barthes, su asistencia a las conferencias de Gaston Bachelard, su entrevista a Ingrid Bergman, o su conocimiento del cine francés y sus grandes directores.
En entrevista que le hiciera en 2001, al ganar el Premio Alejo Carpentier de Novela con Un hombre providencial, me confesaría: “En primer lugar, me influyó Flaubert, un artesano de la escritura, que vivía como tal en cuerpo y alma, buscando siempre, hasta el agotamiento, los términos precisos. Y Stendhal, con Rojo y Negro y La cartuja de Parma; por cierto, cuando estuve en Parma, la torre donde estuvo prisionero, Fabrizio, su personaje principal, ya no existía… Sin embargo, seguirá existiendo en esa maravillosa novela”.
Tal aliento del aprendizaje francés a la hora de narrar resulta explícito en su primera novela, La búsqueda (1961), la historia de Anselmo, un flautista de una agrupación de música popular, quien ansía abandonarla para irse a una orquesta de música clásica —el “Máximo Centro” —; sin embargo, los obstáculos, —el barrio marginal donde vive, la incomprensión y hostilidad de sus vecinos—, lo llevan a una vereda de autodestrucción; el exergo de Jean Paul Sartre es definitorio: “Érase una vez un pobre tipo que se había equivocado de mundo”.
Rebelión en la octava casa (1967), su segunda novela, despliegue de mesura expresiva y velada sospecha, llevadas muy eficazmente, que conducen al encuentro de Oscar y Agustín, en los días habaneros crispados de violencia, bajo la dictadura de Fulgencio Batista, con una astróloga, Petronila Ferro, es una trama que, al decir de Alejo Carpentier, “tiene por protagonista el peligro; peligro, para dos revolucionarios, de lo que significa la calle; pero peligro también, indefinido, misterioso, raro, astral…”.
Así me comentaba Jaime sobre el proceso de creación de aquellas novelas: “En mis comienzos, con La búsqueda, tenía la inseguridad propia de quien se está adentrando en territorio desconocido, mientras que Rebelión en la octava casa fue una experiencia diferente”. Exacto: entre una y otra no solo median los años que van desde la formación del joven escritor, hasta las potestades de quien ya se adentra con derecho en los entramados de la ficción, sino también las maneras de otra zona que ocupa su escritura: el ejercicio del periodista.
Mucho más allá de lo reporteril, desde los dominios del testimonio, género literario que cobra notoriedad a partir de 1957 cuando se edita en Buenos Aires un título inaugural, Operación masacre, de Rodolfo Walsh —mucho antes de que Truman Capote publicara su “novela sin ficción” A sangre fría en 1966—, Jaime Sarusky inscribe su nombre en lo más notable de esa disciplina en clave cubana, con dos libros que aúnan aplicación y disfrute: Los fantasmas de Omaja (1986) y La aventura de los suecos en Cuba (1999).
Fue el ilustre Manuel Moreno Fraginals, hacedor de El ingenio, quien mejor lo apuntó: “El tema de las migraciones es importantísimo para Cuba (…) Pero Sarusky no es un demógrafo. Él conoce la gran importancia del hombre/cifra, pero su interés es el hombre/cultura. Es decir, busca a quienes llegaron a esta tierra, expulsados por razones políticas, estrecheces sociales o ahogos económicos, y vinieron con su carga de frustraciones y esperanzas, y generalmente una energía indomable, a fundar y a fundarse ellos mismos”.
Perdurables son también sus páginas dedicadas a la entrevista y el reportaje de altos quilates, especialmente durante sus largos años en la revista Revolución y Cultura; textos suyos que recogen parcelas muy relevantes de las artes plásticas y la música cubanas —vale acordarse también de su libro El Unicornio y otras invenciones—, constituyen fuente inapreciable para el conocimiento de obras y autores cardinales, aparte de sus trabajos muy minuciosos sobre los escritores y artistas holguineros en tiempos de fundación.
Su tercera y última novela —sin dudas su pieza mayor en ese orden—, Un hombre providencial, es la muy documentada y refinada historia de un aventurero norteamericano del siglo XIX, William Walker, empeñado en convertir contra viento y marea a Nicaragua y sus territorios aledaños en un inmenso estado esclavista —no está de más rememorar al cineasta italiano Gillo Pontecorvo, director de La batalla de Argel, con su versión muy particular del personaje en Queimada (1969), encarnado por el gran Marlon Brando—.
Me contaba Jaime que se había propuesto “hacer la historia desde la ficción, sin que ello implicara necesariamente dejar a un lado los acontecimientos históricos, y en estos últimos insertar los personajes de ficción. (…) Durante varios años estuve leyendo todo lo relacionado con William Walker, historiadores nicaragüenses y norteamericanos. Mi propósito era un personaje literalmente creíble y no la caricatura de un canalla más. (…) La novela se fue haciendo cada vez más compleja en la construcción de su trama”.
Vale recordar las claves de su labor con sus propias palabras: “En la novela estás obligado a tener una actitud mucho más modesta, siempre detrás del narrador, mientras que en el periodismo pesa mucho la opinión absoluta. El novelista es alguien que desaparece, mientras que el periodista siempre está en escena, aparece constantemente”. Así, entre penumbras con sus ficciones, bajo la iluminación constante de sus crónicas y reportajes, quedará siempre entre nosotros Jaime Sarusky, el polaco inolvidable que nació en Cuba.
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