Graziella Pogolotti, escritora cubana
Graziella Pogolotti. Foto: Tomada de cubahora.cu

Graziella Pogolotti y la atracción del prólogo

Nonagenaria que mantiene la capacidad intelectual atenta, su vida ha transcurrido en el fiel de la cultura; con respeto y con afecto le llaman “La Doctora”, no sólo por su grado académico, sino con la suma y adecuada elegancia de saber que, con tal título mayúsculamente hablando, es la primera a la hora de las artes en la ínsula: Graziella nació el 24 de enero de 1932 en París, hija del gran pintor cubano Marcelo Pogolotti, y en ella la agudeza con creces y la curiosidad sin desmayos son santo y seña.

Su larga vida comprende no pocos trayectos de profunda dedicación: profesora por más de cuarenta años en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana; formó parte del legendario Comité de Colaboración de la revista Casa de las Américas en los años sesenta; asesora de la Biblioteca Nacional José Martí, y decana de la Facultad de Artes Escénicas del Instituto Superior de Arte, entre otros; actualmente preside la Fundación Alejo Carpentier, y en 2005 recibió el Premio Nacional de Literatura.

Ensayista que se pasea con donaire por las parcelas más disímiles a la hora de textos sagaces —la literatura, la dramaturgia, la pintura, la remembranza testimonial …—, entre las posibilidades que Graziella ha llevado adelante a la hora de escribir, hay una que pocas veces se pone de relevancia, ante la huella más señalada de sus pasos por la crítica literaria y artística: me refiero al prólogo —como si de conversar con suma amabilidad y comprensión se tratara—, puntual invitación al encuentro con una obra.

“Siempre he pensado que en una isla desierta, en el apartado retiro que me tocará una vez cumplida mi pequeña parte en la dura faena de estos años, aspiraría a tener al alcance de la mano un ejemplar de La Cartuja de Parma. Una edición sólida y pesadota, de letra grande bien espaciada, con ilustraciones en blanco y negro, en que aparecieran Clelia, Fabricio, la Sanseverina y Mosca, el paisaje fresco, húmedo, a veces transparente de la val padana, la celda angosta donde el joven Del Dongo aprendió a ser feliz”.

El párrafo anterior es el inicio del que Graziella escribiera para la obra de Stendhal asentada en los tiempos napoleónicos, publicada por el Instituto Cubano del Libro en 1971, en la inolvidable colección Biblioteca del Pueblo, donde grandes novelas de la literatura universal iban precedidas por textos de notables autores cubanos, dúos de prologuistas y títulos perdurables: Alejo Carpentier y La montaña mágica; Eliseo Diego y Orlando; Pablo Armando Fernández y Cumbres borrascosas, por citar tres ejemplos.

Graziella Pogolotti, prologuista, Cuba
Foto: Tomada de Prensa Latina

En tal ejercicio, su faena ha tenido un feliz desempeño, de modo señalado en la colección antes indicada. En una entrevista incluida en mi libro de conversaciones con trece escritores cubanos, El sabor del instante (Ediciones Holguín, 2016), ella lo ha advertido: “El prólogo es importante en la medida que abra nuevas e insospechadas perspectivas al lector, quien a veces lo lee antes y otras después de encontrarse con la obra. Su eficacia está dada en la medida que sea, a la vez, invitación y sugerencia”.

Vale recordar también el de Gargantúa y Pantagruel, de Francois Rabelais, también en aquella colección, todo un convite a ese gran libro del siglo XVI: “Escribió las aventuras inverosímiles de sus dos buenos gigantes en tanto que hombre de su tiempo, inmerso en la lucha ideológica del siglo, en momentos difíciles en que un traductor de textos clásicos griegos podía ser conducido, por ese hecho, a la hoguera. (…) Estudioso de las lenguas y de las letras clásicas, médico de profesión, escritor, Rabelais frecuentó todos los caminos”.

Otro ejemplo de la maestría de Graziella es el de Confesiones de un italiano, de Ippolito Nievo, un autor olvidado del siglo XIX con una vida centelleante entre 1831 y 1861 —luchador por la independencia y unificación de Italia en las filas del prócer Giuseppe Garibaldi—, poeta y periodista, quien escribiera una “autobiografía imaginaria” que lo lleva a vivir hasta los ochenta años, cuando en realidad muriera a los treinta, tras naufragar el vapor en que viajaba en sus afanes independentistas de Sicilia a Nápoles.

Publicada en 1981 —también en Biblioteca del Pueblo—, Graziella convida a esas Confesiones… desde la figura de su protagonista, “observador y partícipe de los acontecimientos, se integra como uno más a los grupos conspirativos, es soldado en tiempos de guerra, administrador cuando cesa la hora del combate. (…) Como se trata de un anciano que pretende hacer un balance final de su vida, también hay reflexiones morales (…) marcadas algunas por el sello de la época, pero muchas otras sorprendentemente lúcidas”.

Por lo demás, sus ensayos recogidos en El ojo de Alejo (Ediciones Unión, 2007) ratifican su pasión por la obra de Carpentier —a quien conoció desde la infancia: su padre era amigo del escritor—. Los contextos que rigen las estructuras narrativas del gran novelista, advierten “la insaciable curiosidad, esa virtud proclamada en una de sus crónicas…” —como anota Graziella— , pues en su obra resalta el placer del “buscador de vasos comunicantes entre la música, las artes visuales, el teatro y la literatura”.

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En su tomo de memorias Dinosauria soy (Ediciones Unión, 2011), apunta que “la felicidad existe, siempre que seamos capaces de reconocerla y capturarla en el irrepetible presente de su aparición súbita para conservarla en el recuerdo con la tibieza de sus cenizas ardientes”. Tal aseveración bien vale para recordar que “tanto el maestro como el crítico, y todo aquel que tenga que ver con la literatura, deben desvelarse por proteger el hecho de que la lectura es un placer”. Así lo confirma Graziella Pogolotti y la atracción del prólogo.

Eugenio Marrón Casanova
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