Félix Sánchez Rodríguez, escritor cubano
Félix Sánchez Rodríguez. Foto: Tomada de Invasor.cu

El feliz contar de Félix

No hay frase mejor para definir a Félix Sánchez Rodríguez que “la vida es contar”. Para este escritor, conversador afable y venturoso, nacido en Ceballos, Ciego de Ávila, en 1955, aún cuando no tenga ni siquiera una libreta y un bolígrafo entre las manos, su mirada y su oído están siempre listos para penetrar en los resquicios más insospechados de la realidad y sus entornos. Todos sus libros nacen de esa condición: sean cuentos o novelas, hay en ellos el sello íntimo de quien sabe observar y escuchar con precisión.

“Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre”, sugería el gran Augusto Monterroso —artífice de esa joya que es El dinosaurio— en el primer mandamiento de su Decálogo del escritor, y tal opinión no resulta ligera, más cuando se convierte en seña de un oficio ejercido con creces, como es el caso de un cuentista que sabe marcar el rumbo. Vale recordar que en su largo viaje desde Las mil y una noches hasta nuestros días, el cuento se ha convertido en una expresión literaria de altísimo ingenio.

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Así las cosas a la hora del género, la descendencia del Infante Don Juan Manuel con su Libro de los ejemplos, y de Giovanni Boccaccio y su Decamerón —a la sombra de las horas nocturnas de Scheherazada—, marcha propensa a las bifurcaciones más inesperadas, aunque no hay dudas de que, único e indivisible con la naturaleza original de quien cuenta y luego escribe, el género mantiene su inmutable lozanía. Es en ella, precisamente, donde mejor colocan sus dispositivos los cuentos de Félix Sánchez.

Aunque también ha publicado un puñado de novelas —entre sus cotas más altas se halla Tulio y los elefantes verdes, la ocurrente y astuta iniciación de un maratonista que, en los años ochenta del siglo pasado, aspiraba a ganar como premio un viaje a la República Democrática Alemana—, Félix es, por antonomasia, un cuentista que ha conquistado casi todos los premios que se otorgan en Cuba a la hora del género. Y no con libros ocasionales, sino con títulos que recogen no pocas piezas tan notables como perspicaces.

Aparte de la mirada compasiva y serena con que desarrolla historias y personajes, Félix se sitúa lejos de lo corriente —no obstante perfilar muchas veces pormenores de una realidad ubicua— para entregar una sustanciosa narrativa. En la relación de lauros cubanos lo confirman, entre otros, libros como La suerte de Diana (Premio Fernandina de Jagua 2010), Detrás de las palabras (Premio Milanés, 2011), Figuras contra el viento (Premio Guillermo Vidal 2012) y La mirada oblicua (Premio Ciudad de Matanzas 2016).

Félix Sánchez Rodríguez, premio Alejo CarpentierCon El corazón desnudo, Premio Alejo Carpentier de Cuento en 2018, llega otro libro a la bibliografía activa del narrador: quince piezas en las que, como sugiere su título, el centro mismo de conflictos y protagonistas está despojado de todo lo que no sea su propensión a revelar la intimidad más severa de cada circunstancia, aunque sin perder de vista lo sensible que atañe a un contar prudente, sosegado, presto a hacer del lector un copartícipe atraído por el juicio más ecuánime sobre lo narrado.

Félix invita en ese título a un recorrido en el que toda certidumbre anticipada queda excluida —el exergo de Antonio Tabucchi, tomado de su novela Réquiem, lo advierte: “No me dejes solo entre personas llenas de certezas. Esa gente es terrible” —.  Algunos ejemplos: unos rateros al estilo de un policial televisivo (Caballeros de la noche); unos atracadores de ancianos desamparados (Los cazadores de almas); o unos militares al acecho de contrabandistas en un tren nocturno (Los llamados de la selva).

Tres relatos en El corazón desnudo resultan ejemplares: Ese día tan húmedo del funeral —los hijos de un funcionario honesto que, tras las honras fúnebres de su padre, descubren aristas insospechadas de su vida—, Ave de paso —las expectativas que genera en los medios de prensa la realización “de un gran experimento nacional”—, y muy especialmente, La sonrisa ajena, en torno a un payaso que es contratado para cumpleaños, personaje entre la pillería más desenfadada y el desamparo más punzante.

Hay un detalle que resalta en los cuentos de este autor —y ello está evidenciado de maneras más o menos explícitas—, y es el hecho de cómo ha sabido aprovechar las lecciones de sus mayores, el discípulo que se deleita con el único aprendizaje posible para su faena: ser “lector cómplice” —como decía un cuentista legendario llamado Julio Cortázar—, como si viniera de las alcobas de Scheherazada en el Oriente lejano, o tal vez de la Florencia de 1348, donde ha compartido con siete mujeres y tres hombres las jornadas del Decamerón.

En unas notas de los Diarios de Franz Kafka, fechadas el 27 de enero de 1922, el autor no sólo de novelas inolvidables sino también de excelentes cuentos, señala: “Observación de los hechos al crear una forma superior de observación; una forma superior, que no es más aguda y que cuanto mayor es su superioridad, tanto más inalcanzable es (…), tanto más independiente se vuelve (…), tanto más imprevisible, gozoso, ascendente es su camino”. He ahí la vía por donde se desplaza el feliz contar de Félix.

Eugenio Marrón Casanova
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