Novelista Pablo Montoya
El novelista colombiano Pablo Montoya.

El tríptico de un magnífico novelista

“El sabor preciso de aquel momento” —para decirlo con una frase suya—: he ahí la clave del trabajo del novelista colombiano Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963). Se trata de un dilatado trayecto narrativo que comprende un abanico de historias y personajes muy sugerente, con ejemplos como el poeta Publio Ovidio Nasón desterrado por el Emperador César Augusto a Tomis, a orillas del Mar Negro, en el año 8 del siglo I (Lejos de Roma, 2008); el naturalista Francisco José de Caldas y sus ardores independentistas en el siglo XIX (Los derrotados, 2012); y su cota más alta, una historia que transcurre en tierras del llamado Nuevo Mundo, Francia y los Países Bajos en el siglo XVI: Tríptico de la infamia (2014), merecedora del Premio de Narrativa José María Arguedas de Casa de las Américas en 2017.

“Lo que he intentado hacer en Tríptico de la infamia, permítanme contarles, es asomarme, y de mi mano he procurado que el lector a su vez lo haga, al horizonte renacentista y extremista del siglo XVI”, señalaba Pablo Montoya en su discurso al recibir el XIX Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, en agosto de 2015 en Caracas. Y es que toda una suma de historias y cartografías se deslinda en esa novela, escrita con aliento y nervio de grandes bríos. Para tal propósito, la narrativa se entrecruza con el ensayo, la autobiografía —el novelista se pasea por calles y museos de Europa en pos de las huellas de sus personajes—, la historia y el poema.

Las vidas de tres pintores se entrelazan con la ebullición de las Américas en el imaginario europeo del siglo XVI, al colocar el novelista sus destinos en el centro de apetencias y desvelos a la sombra de las turbulencias de una época: guerras de religión, exterminio de pueblos, saqueo de riquezas… Jacques Le Moyne, ilustrador botánico y cartógrafo; Francois Dubois, pintor; y Theodore De Bry, grabador y orfebre —provenientes de Diepa, Amiens y Lieja, respectivamente— sirven de hilo a Pablo Montoya para desplegar una ruta por las entrañas de aquel tiempo, a la vez que se adentra en las perplejidades y las observaciones de cada uno.

Le Moyne formará parte en 1554 de la expedición francesa de Ribault y de Laudonnière para colonizar las tierras al norte de la península de la Florida; los enseres que le acompañan —tal como apunta el novelista— son “frascos de tinta, plumas multicolores, numerosos pergaminos, cuadernos, un compás, una brújula y un astrolabio”. En un viaje iniciático que lo lleva de pintar paisajes a fijar los trazos sobre los cuerpos de los nativos como “un cuadro, único y cambiante” —tal como lo ve el narrador—, Le Moyne se convierte en quien mejor se relaciona con aquellos lugares. De ahí el salto a convertir su propio cuerpo, al igual que los aborígenes, en objeto pintado.

Por su parte, De Bry, quien nunca llegaría a cruzar el Atlántico, pero con una fértil imaginación que aprovechaba las tertulias con viajeros lenguaraces —quienes lo visitaban en su taller de grabado e imprenta en Fráncfort—, sentía “un interés temprano por los adelantos del arte y, en particular, por las nuevas formas de grabar las imágenes en cobre que llamaban la atención de los dibujantes e impresores de entonces”. Hasta el día en que, en una posada de Estrasburgo, “un objeto que jamás había visto” viene a precipitar el encuentro: “Cuelga como si se tratara de una lámpara, pero es quizás una excentricidad decorativa. Si la estampa fuera en color, bastaría para que la corteza naranja del objeto sirviera de fuente de luz. Alguien, por fin, le explicó a De Bry que era una calabaza. Un fruto o una verdura, no se sabía muy bien, que habían traído los españoles de América”.

En el caso de Dubois, el detonante es una masacre. Pero no se trata de otra más, propia de esos días, sino la espantosamente legendaria matanza de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572, cuando los católicos parisinos empuñaron alabardas, estoques, cuchillos, arcabuces, garrotes y hasta sogas en los patíbulos, para dar muerte a sus coterráneos hugonotes, llamados con tal equivalente de “partidarios del diablo”. Todo ello quedará recogido en la tabla suya, óleo sobre madera que contará aquel horror.

Escoger tres nombres secundarios del arte europeo del siglo XVI, pero sobre todo para fabular tres vidas inmersas, más o menos notoriamente, en el nacimiento de las espinosas relaciones entre los mundos viejo y nuevo, compone un empeño nada fácil. Sin embargo, el arte de la novela en manos de Pablo Montoya lo convierte en un suceso laudable, más cuando se trata de una época en que la ignominia necesita ser escrutada por un hacedor de ficciones.

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Para el lector avisado, Tríptico de la infamia supone las muchas posibilidades de lecturas entrecruzadas que allí se dan cita, y que convierten la novela en gozo y maravilla, en la que se realza el largo y enérgico transitar de la lengua española por los horizontes de Borges, Carpentier, Darío, García Márquez, Mutis, Rulfo y Saer, cuyas resonancias, de una forma u otra, resaltan en esas páginas.

Fascinados por un mundo que se abría ante ellos sin apartar ni un ápice de belleza y horror, Le Moyne, Dubois y De Bry regresan desde aquellos tiempos, en una novela que no únicamente rememora los abismos y los espantos de la conquista en América y de la beligerancia religiosa en Europa durante el siglo XVI, sino igualmente las claves de cómo desde sus pinturas y grabados pudieron dar fiel testimonio de aquella colisión. Lo confirma el tríptico de un magnífico novelista.

Pablo Montoya
Pablo Montoya. Foto: Tomada de elcolombiano.com
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