Eliseo Altanaga escritor cubano
Eliseo Altunaga. Foto: Tomada de cinereverso.org

Eliseo Altunaga, entre la evocación y el sueño

Nueve meses de la guerra de 1895 —entre principios de abril y finales de diciembre— ocupan la urdimbre de A medianoche llegan los muertos, novela de Eliseo Altunaga (Editorial Letras Cubanas, 1997 y 2009), con dos sucesos, como apertura y cierre, de primordial importancia para el acontecer de aquellos días: el desembarco de Antonio Maceo en la playa de Duaba y el descalabro de Arsenio Martínez Campos en el camino real de Coliseo, circunstancia esta última que, al decir de José Miró Argenter en sus Crónicas de la guerra, fue para el célebre jerarca militar español, “una derrota completa, decisiva, irreparable, porque no halló modo de ir al desquite”.

Son escasas las novelas que en la literatura cubana se refieren a las guerras de independencia. Los episodios bélicos de 1868 y 1895 pueden hallarse en parcelas de empeños novelísticos más extendidos, pero aquellas gestas no han tenido realce en el arte de narrar. Es por ello que A medianoche llegan los muertos, escrita con prosa de sostenido aliento y puntual documentación, resulta tan relevante.

Eliseo Altunaga (Camagüey, 1941), autor de otras tres novelas —Canto de gemido (1988), Las negras brujas no vuelan (1998) y Lágrimas negras (2016) — y dos libros de relatos —Todo mezclado (1984) y Un trazo bermellón sobre el paisaje (2012)—, logra adentrarse con A medianoche llegan los muertos en los rincones más insospechados de la memoria a la hora de la ficción, gracias a un personaje llamado El Escribano, quien se desempeña como redactor, organizador y conservador de una copiosa papelería sobre la guerra del 95, sustento y suma de tal despliegue narrativo.

Pero El Escribano no es únicamente el custodio de documentos que guarda en su biblioteca, y el interlocutor de voces que viven en su remembranza: junto al Yerbero —poseedor de atributos para acceder al monte y sus deidades— logra establecer un dúo que comparte tinieblas y fulgores entre vigilia y alucinación, para conferir un soplo mágico a las aristas más inesperadas de lo narrado. El Escribano es la palabra y El Yerbero su asistente: los dos, como una suerte de Don Quijote y Sancho en la penumbra de la biblioteca, fijan el derrotero de la epopeya, cual novela de caballería no situada en lo fingido, sino en lo demostrable, todo un proceso de intrincadas verificaciones: lo ficcional se acepta como lo documental y lo documental se lee como lo ficcional.

El gran ensayista George Steiner distinguía, a propósito de la monumental novela Guerra y paz, que “el mundo de los recuerdos de Tolstoi va cargado de energías sensuales: tacto, vista y olfato lo llenan a cada momento de una rica intensidad“.  En A medianoche llegan los muertos se entrelazan paisaje y gente: la naturaleza y el hombre no sólo se afianzan en relaciones de subsistencia en tiempos de guerra, sino que la una y el otro se revelan mutuamente: tocar las plantas o empuñar los machetes, ver la espesura o la sabana al borde de la muerte, oler la flora bajo la oscuridad o amanecer entre ella… Desde la arriscada geografía oriental donde Maceo inicia la invasión, hasta las planicies occidentales en las que Martínez Campos intenta frenarla, no son pocos los paisajes que ejercen una seducción intensa.

Muestra de cómo las “energías sensuales” a las que se refiere Steiner son ineludibles en largos trechos de A medianoche llegan los muertos, son las partes dedicadas a reconstruir dos célebres ofensivas mambisas, Peralejo y Mal Tiempo: “Una nueva oleada de jinetes, aullando, machete en mano se lanza a quemarropa contra el cuadro español. Algunos de los infantes que resisten a pie firme pierden las cabezas de secos machetazos. Comienza la confusión cuando algunos oficiales con manifiesta precipitación abandonan el campo con los restos de sus fracciones”. A todo ello se añaden personajes inolvidables, como el coronel Beningó y el escolta Sabicú, veterano y bisoño respectivamente.

Punto y aparte lo constituye el trazado de dos rivales legendarios: Antonio Maceo y Arsenio Martínez Campos. Sus personalidades de grandes generales, explícitas por ellos o sus allegados —sin excluir, como parte íntima del relato, la incorporación de cartas, comunicados y partes de operaciones—, tienen en A medianoche llegan los muertos, como les corresponde, la dimensión de las figuras señeras: el criollo forjado con la guerra, resolución y coraje en busca de la independencia, y el español instruido en la academia, valor y dignidad en interés de la corona, son eje de la novela, antagonismo de hondo calado.

Por otro lado, la galería de legendarios mambises que se despliega en la novela resulta inolvidable, y un ejemplo es el joven médico Juan Bruno Zayas, retratado con precisión y singular donaire: “…de andar todo el día a caballo, se hizo por fin hábil jinete (…) tiene el hábito de montar con una pierna cruzada por sobre la cañonera de la montura. El aprovechamiento de los diarios de la guerra, llevados por Máximo Gómez, José Miró Argenter y Manuel Piedra Martel —ellos también son protagonistas de la trama—, se cumple sabiendo que las reglas de la ficción, lejos de sustituir a la historia real, la convierte en otra lectura a la sombra de confrontaciones trasvasadas.

Ya en los tramos finales, el personaje del Escribano advierte: “Quizás la vida y la muerte forman una pareja inseparable que solamente se anula en la evocación y el sueño”. Y es que el arte de la novela logra conseguirlo con creces; así ocurre en las páginas de A medianoche llegan los muertos, de Eliseo Altunaga, entre la evocación y el sueño.

Eugenio Marrón Casanova
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