El lunes 13 de abril de 2015 dos ciudades amanecían juntadas por la muerte a la sombra de la literatura, y de modo especial a la sombra del arte de narrar. Dos escritores —un alemán y un uruguayo—, cuyos trayectos permiten seguir el rumbo de dos lenguas en sus labores más sorprendentes a la hora de la creación verbal: Günter Grass en Lübek y Eduardo Galeano en Montevideo. Nacidos en 1927 y 1940, respectivamente, constituyen dos modos muy personales de entrelazar lo híbrido de estilos y quimeras, cada uno asentado en el pleno dominio de lengua e imaginación.
Dos libros son citados habitualmente, cuando se nombran a ambos autores: El tambor de hojalata (1959 y Las venas abiertas de América Latina (1971). El primero, una voluminosa novela, contada por un niño que se ha negado a crecer, Oskar Matzerath, personaje principal que guía el itinerario allí desplegado, a través de las entrañas de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, en una suma portentosa de historias y personajes, y cuya voz, con poder de hechizo que va desde los cuentos medievales hasta los entramados narrativos del siglo veinte, es una de las cotas más altas que recuerda la novela como género total. El segundo, un grueso ensayo unitario, indócil a usos y clasificaciones, situado en la remembranza puntual que refiere, con fechas y datos de variados horizontes y procedencias documentales, la expansión de violencias y despojos en una geografía dilatada y única.
Hay que decir, sin embargo, que Eduardo Galeano y Günter Grass poseen, más allá de sus primeros muy acreditados libros, una bibliografía que se extiende y ahonda con creces en sus ofrecimientos. Si bien Las venas abiertas de América Latina se ha convertido en título emblemático del autor, lo más consumado de su quehacer se halla en la trilogía Memoria del fuego (Los nacimientos, Las caras y las máscaras, y El siglo del viento), publicada en 1982, 1984 y 1986, una epopeya construida a través de viñetas datadas con esmero de tiempo, espacio e imaginación —con el buen aprovechamiento de una bibliografía tan vasta como heterogénea—, en la que el vigor narrativo se sostiene con aliento poético para viajar desde los orígenes míticos de América hasta el año 1984. Tal experiencia le serviría mucho después para llevar adelante El libro de los abrazos (1989) y, de modo especial, entregar lo que resulta una dilatada y fructuosa expansión de aquella trilogía, Espejos, una historia casi universal (2008).
Günter Grass, por su parte, siguiendo las huellas a su novela inicial —su “obra magna”—, escribió otras que con igual potestad lo distinguen en lo más alto a la hora del concierto narrativo del siglo veinte: El gato y el ratón (1961) y Años de perro (1963), audaces exploraciones en sus años jóvenes y sin olvido de lo que fue la Alemania nazi, ya que la segunda aprovecha la saga de un perro pastor que huye de las haciendas privadas de Adolfo Hitler; El rodaballo (1977), auténtica gesta culinaria de Alemania desde las leyendas remotas hasta nuestros días; y Encuentro en Telgte (1981), fábula sobre un grupo de poetas que en medio de las guerras del medioevo se reúnen en una taberna para buscar una manera de salvación para la lengua alemana.
A las anteriores se añaden La ratesa (1986), una dilatada y ensoñada fábula sobre las secuelas de un exterminio nuclear, en la que se dan cita personajes procedentes del acervo clásico alemán; Mi siglo (1999), cien relatos correspondientes a cada año del siglo XX; A paso de cangrejo (2002), sobre el hundimiento de un barco colmado de refugiados civiles alemanes, niños la mayor parte, casi al término de la Segunda Guerra Mundial en el mar Báltico; y Pelando la cebolla (2006), sus memorias, en las que cuenta, entre muchas vivencias, unas dolorosas y otras cautivantes, cómo fue reclutado por el ejército del Tercer Reich siendo apenas un adolescente. Todas ellas constituyen la arquitectura narrativa de un auténtico maestro, obra que le valiera el premio Nobel de Literatura en 1999.
Así las cosas, cuando va concluyendo esta columna, llega la noticia que agrega una nefasta sorpresa al 13 de abril en clave literaria: la muerte en La Habana a los 82 años del escritor cubano Eduardo Heras León, autor de una tersa y vigorosa obra narrativa que se inicia con dos libros legendarios, sobre los días de Playa Girón, y relatos de jóvenes soldados y milicianos, La guerra tuvo seis nombres (Premio David de Cuento 1968) y Los pasos en la hierba (Mención Premio Casa de las Américas de Cuento 1971).
Su maestría en el género —que posteriormente sumó otros títulos como Acero (1977), A fuego limpio (1981), Cuestión de principio (Premio Luis Felipe Rodríguez, 1981) y Dolce Vita (2013), con narraciones del mundo obrero de una gran industria, entre otras vertientes— estaba sustentada por su hondo conocimiento, tanto de técnicas narrativas como de potestades temáticas, favorecido por un ejercicio de lector y una agudeza de crítico que derivó en un magisterio indudable, expresado con creces en su proyecto señero, el Centro de formación literaria Onelio Jorge Cardoso.
Günter Grass, Eduardo Galeano y Eduardo Heras León: tres escritores unidos no solamente en el día de su partida definitiva, sino también en la realización de trayectorias vitales, conjugadas con perseverancia de labor y aliento de oficio en tres mundos que enriquecen la literatura y, sobre todo, el arte de narrar. Es así como, de cierta manera —y para decirlo con referencias a muy notables títulos suyos—, el tambor, la memoria y los pasos fijan su eternidad.
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