La imagen con la que va a abrir esta columna cumplirá ahora veinticinco años: casi a las puertas del siglo veintiuno, una tarde de comienzos de octubre, sentado en la terraza de su casa en el residencial habanero de Miramar, el escritor Lisandro Otero reflexiona, para una entrevista que me franquea, sobre “la única y preciosa existencia que nos fue dado disfrutar”, mientras el vuelo de un colibrí, entre alborotador e indiferente, supone un alivio. En este caso, se trata de su propia vida, crecida con el acento puesto en la pasión por contar historias, que para 2002 sería reconocida con el Premio Nacional de Literatura.
Creador de novelas que marcan huellas señeras en la literatura cubana, e incluso “los amplios perfiles de la novelística latinoamericana” —como apuntara Rogelio Rodríguez Coronel sobre el autor—, Lisandro Otero (La Habana,1932 – 2008) hizo del oficio de novelista una fecunda concordancia entre tiempo y fabulación, memoria y lenguaje, historia y nación, con valiosos ejemplos: La situación (1963), Pasión de Urbino (1967), En ciudad semejante (1970), General a caballo (1980), Temporada de ángeles (1983), Bolero (1984), Árbol de la vida (1992), La travesía (1995), y Charada (2004).
En el prólogo a la suma de textos recogida en Pasión de novelista. Acerca de Lisandro Otero (Editorial Letras Cubanas, 2002), que tuve la satisfacción de seleccionar en memorable faena conjunta con el eminente ensayista Salvador Bueno (La Habana, 1917 – 2006), apunté que “novela tras novela, ha construido un mundo de plenitudes temáticas y argumentales no sólo fijamente anclado en aguas de tiempos precisos —y casi siempre más bien convulsos—, sino además desde ellos en relación con el hombre y su tránsito por la historia, catálogo de coordenadas humanas tan varias como abarcadoras”.
Ahora, volviendo al comienzo, la fijeza de aquella entrevista a un cuarto de siglo de realizada, resalta para conocer, de primera mano, el orbe creativo de uno de los narradores esenciales de la literatura cubana, cuya obra, lejos de apagada, aguarda por nuevos lectores y estudiosos que, con toda certeza, encontrarán en ella nuevas pistas y maneras de indagación, parcelas inagotables de la ficción literaria en el despliegue de “un mosaico donde cada pieza es punto de partida, y todas la mejor llegada”, tal como entonces señalé. Este diálogo busca a Lisandro Otero, la dimensión de un escritor.
El Premio de Novela Casa de las Américas otorgado a La situación, fue el inicio de tu novelística y, también, de un ciclo tan diverso como abarcador en lo que a técnicas y tramas se refiere, proyecto que terminó siendo una trilogía con En ciudad semejante y Árbol de la vida. En las dos primeras, hay mayor interés por el diálogo tradicional, el lenguaje directo donde se entrecruzan la vocación periodística y el aliento cinematográfico. ¿Se trataba de una ascendencia que debías en especial a tus años de formación, a la sombra de grandes narradores norteamericanos?
“La trayectoria de un escritor puede medirse por las diversas influencias en el camino hacia la madurez. Tuve en mi etapa inicial un fuerte influjo de Ernest Hemingway. Admiraba la sencillez de su estilo, la finura de su parquedad, pero también me fascinaban las peripecias de una vida colorida, efusiva, movediza, nerviosa: eso de participar en guerras y asonadas, andar en cacerías de leones y combatir submarinos desde un yate poseía un atractivo muy poderoso para un joven escritor. Él solía decir que su mejor maestra había sido Gertrude Stein porque lo enseñó a tachar lo superfluo en un relato.
“Comprendí que lo aparente espontáneo del estilo de Hemingway requería una enorme dosis de saber literario; lo esencial era la atmósfera, una especie de masa gaseosa entre líneas, y no es apreciable a simple vista, pero le concede ese garbo poético, esa elegancia desenvuelta. Es lo que él llamaba “el efecto iceberg”, una literatura con nueve décimas partes bajo la superficie. Sí, en mis primeras novelas hay mucha influencia de las secuencias, de los diálogos vivaces de la literatura norteamericana. Luego, cuando me fui a vivir a Europa, asimilé otros cánones creativos que cambiaron mi visión de la literatura”.
En Árbol de la vida, por su parte, te explayas en una exuberancia verbal que nada tiene que ver con tus registros anteriores, deudora de otras zonas narrativas, en un tiempo novelístico donde los resquicios más insospechados para asomarse a historias y personajes, se van revelando con un marcado gusto por un lenguaje de dilatadas y disímiles resonancias… ¿Te propusiste una novela dentro de la estirpe de lo real-maravilloso, en correspondencia con el canon fijado por Carpentier en torno a los contextos?
“En Árbol de la vida, como bien señalas, existe un lenguaje más opulento porque fue trabajada en un período de mayor madurez. El problema con mi Trilogía Cubana, es que fue escrita en un lapso de veintinueve años. La situación es de 1963, En ciudad semejante se publica en 1970, y Árbol de la vida salió en 1992. Mi evolución como escritor se fue viendo allí reflejada, inevitablemente. Árbol de la vida es un relato estrictamente realista, que se corresponde con una etapa muy concreta de la historia cubana, aunque incluye miradas retrospectivas a demarcaciones muy precisas del siglo XIX.
“En La situación, Luis Dascal es un personaje stendhaliano en la piel de un criollo, una suerte de Julián Sorel demasiado lúcido para aceptar, sin reservas, la sociedad en que vive, y demasiado ambicioso para desistir en su aspiración de alcanzar un lugar en ella. Por su parte, En ciudad semejante lo trae envuelto en las tensiones de una insurrección revolucionaria, la lucha contra la dictadura de Batista. Finalmente, en Árbol de la vida hay una regresión a su incredulidad original. En mis novelas, siempre un sujeto en medio de situaciones adversas, es alegoría de los embates que se sufren frente a las corrientes de la historia.
Aparecida en 1967, Pasión de Urbino, en el conjunto de tu obra, es como una pieza solitaria que va mucho más lejos de la historia propuesta —el demonio de la carne que acosa a un sacerdote católico, el Padre Urbino; la mirada en torno al pavor de los prejuicios en los años cincuenta—, para convertirse en una suerte de tratado en clave narrativa sobre los placeres y los días del cuerpo, y su relación con las sumisiones del alma. ¿La consideras una novela de aprendizaje, al estilo del Werther de Goethe, más allá de sus propias fronteras?
“Pasión de Urbino fue concebida como un canto a la pureza y la apertura, una acometida contra el dogmatismo, el manualismo, las solemnidades y los rituales. No es una pieza solitaria. La palabra “pasión” está usada en su sentido de angustia y agonía, no como abrasamiento y vehemencia. El sacerdote que se baña desnudo en el mar está rompiendo esquemas, se está liberando de prisiones. La pasión del Padre Urbino es la ambigüedad, la disyuntiva entre la ortodoxia y la emancipación, y también la coexistencia de ambas. Es una defensa de la inocencia intuitiva frente a las doctrinas de obligatoria convicción.
“El sacerdote que se entrega a un amor terreno es un rebelde que reniega de la inflexibilidad ortodoxa, pero no puede dejar de someterse a sus reglas. Esa novela constituye un experimento con el tiempo circular, o sea, la estructura de la serpiente que se muerde la cola, y también con las alternativas posibles del destino. Traté de evadirme de la sujeción a un realismo historicista que había dominado, hasta entonces, mi novelística. Fue un paso de madurez que me liberó de mis influencias de la narrativa norteamericana: esos nuevos aires que hicieron posible Pasión de Urbino me oxigenaron muy bien”.
Temporada de ángeles, que vio la luz en 1984, desde su preámbulo, se revela como herencia fiel y aliento desbordante que viene de los límites establecidos por Alejo Carpentier en El Siglo de las Luces. La imprenta que abre la luz en tierras flamencas del siglo XVII, en tu novela, al igual que la guillotina que viene a cancelar esa luz en las Antillas del Siglo XVIII en la de Carpentier… ¿Es una novela sobre el poder, encarnado en la figura Oliver Cromwell, una indagación a fondo en torno a la condición humana frente a las rutas de la Historia?
“Mi entusiasmo por la obra de Alejo Carpentier lo he expresado en muchos de mis ensayos. Creo que es el mejor escritor que ha dado Cuba en toda su historia, y no exagero si digo que también puede ser considerado el mejor del mundo hispano y está, sin dudar, entre los grandes de la literatura mundial de todos los tiempos. Aunque esto no se afirma a menudo, grave injusticia, toda la nueva literatura latinoamericana conformada por figuras como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar —el llamado “boom” — salió de Alejo Carpentier.
“En Temporada de ángeles le rendí homenaje, y te has percatado con exactitud, al iniciarla con un calco de las primeras páginas de El Siglo de las Luces. Esa novela, tal como dices, comienza con el perfil de una guillotina en la proa de un barco, llevada a América como emisaria del terror revolucionario, del barrido necesario de la inmundicia social para dar paso a un mundo nuevo, a la utopía. Temporada de ángeles comienza con el traslado, también en la proa de un barco, de unos folletos, recién impresos, que viajan de Holanda a Inglaterra para esparcir las ideas contra el supuesto derecho divino de los reyes.
“Sí, Temporada de ángeles es una novela sobre el poder, sobre la capacidad humana de modificar la circunstancia política mediante el control de los derechos, el inicio de todos los caminos, la llave de todas las puertas. Utilizar en mi texto novelado aquella revolución, contra la autocracia de Carlos Estuardo, fue un pretexto para analizar los movimientos de igual apariencia, el cambio de las instituciones, el predominio de los reformistas en una primera etapa seguido del ascenso de los extremistas, la violencia de los radicales, la edificación de un edificio social nuevo, la ofrenda y la expiación.
En Temporada de ángeles intenté responder a la pregunta: ¿de qué manera se ensucia quien aspira a la pureza al intentar la transformación del mundo? También es la expresión de una conciencia en conflicto. Los procesos revolucionarios son lacerados por el burocratismo, la intriga y el oportunismo para alcanzar el poder y gozar de sus privilegios, por tanto, en esta novela sobre la frustración política, algunos de sus héroes terminan por acomodarse o traicionar. La condición humana efectúa una reacción en estos períodos de prueba y emerge decantada tras los filtros por los que ha atravesado.
Finalmente, ¿Cómo definirías el oficio de novelista a partir del camino que has recorrido?
“En mis novelas he tratado de establecer una relación entre el individuo y la historia. El ser, infinito y vulnerable, no establece su presencia a menos que aprenda a amarrar los vientos. Puede ser ingerido o prevalecer, todo depende de la magnitud de su obsesión. La literatura es una de las formas del conocimiento: en la medida en que el ser histórico se admite a sí mismo, crecen sus raíces. Se ha dicho que quienes desconocen la historia están forzados a repetirla. Quienes no logran reconocerse están condenados a nacer una y otra vez”.
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