Aquel 3 de agosto de 1924, tras un día en que se había sentido enfermo, el viejo lobo de mar reposaba en su casa en el condado de Kent, la costa sudeste inglesa. Fue su mujer la que —según cuenta el español Javier Marías en Vidas escritas (1992)— “le oyó gritar: ¡Aquí…! con una segunda palabra ahogada que no distinguió, y luego un ruido. (…) había caído desde su sillón al suelo”. Le faltaban cuatro meses para cumplir 67 años: se llamaba al nacer, el 3 de diciembre de 1857, en Berdyczów, Polonia (ahora en Ucrania), Józef Teodor Konrad Korzeniowski, pero su nombre definitivo será Joseph Conrad.
En estos días, el centenario de su muerte ha ocupado la primera plana en muchos suplementos culturales del mundo, y ello no es ocasional: se trata de una de las figuras capitales del acto de narrar, o para decirlo mejor, uno de los maestros del arte de la novela. Un insigne lector suyo, el italiano Claudio Magris, ha apuntado en un texto de Alfabetos (2010): “Es un escritor clásico que relata la disolución de todos los clasicismos y de toda pureza lineal dentro de un laberinto donde todo se enmaraña; es un maestro que ha creado estructuras narrativas tortuosas y complejas como la vida que cuentan”.
Hijo de un traductor del inglés y el francés al polaco, su padre integró las filas nacionalistas que luchaban contra la ocupación rusa, por lo que el régimen del zar le condena a trabajos forzados en Siberia; allí permanece cuatro años, regresando con la salud muy quebrada. Casi de inmediato, el niño queda huérfano a los doce, pasa a vivir con un tío, y a los diecisiete, parte a Marsella, enrolándose en un barco de bandera francesa, que lo llevará por disímiles rumbos. Tras cuatro años navegando, se va a Inglaterra, obtiene esa nacionalidad, y el grado de oficial de la Marina Mercante.
Veinte años de travesías bajo el pabellón británico, de modo especial por las rutas atlánticas de las costas africanas, el Océano Índico, y los mares del sudeste asiático, serán el caldo de cultivo para uno de los derroteros más exuberantes, intensos y enigmáticos de la historia de la literatura. Un hombre que llevaba consigo los libros de Shakespeare —su padre se lo había enseñado de niño—, que hablaba “un inglés de impecable corrección pero con un premioso acento eslavo”, al decir del colombiano Álvaro Mutis, y que llegó a ser uno de los grandes literatos de esa lengua.
Su primera novela, La locura de Almayer (1895), la publicó a los 37 años, poco después de regresar de su último viaje: la historia de un comerciante holandés, inmerso en los negocios más disímiles y peligrosos en el archipiélago malayo, y la pasión por su hija mestiza, es el comienzo de un itinerario novelístico que irá creciendo vigorosamente, con tramas y seres de una fuerza penetrante que mantienen en vilo al lector más exigente, arquitecturas verbales tan perfectas como cautivantes, que convierten la observación y el conocimiento de lo humano y sus peripecias en una experiencia inolvidable.
Vale recordar lo anotado por Magris: “Movido por sentimientos homéricos (…) el mar es, para Conrad, como la vida; fascinación y horror, abandono y naufragio, consunción, inmortalidad, destrucción”. Y puntualiza sobre: “El mar, narrado con altísima poesía, es el espejo del desafío, de la prueba y del buen combate”. Es así como tras La locura de Almayer vendrán Una avanzada del progreso (1896), El negro del “Narciso” (1897), Lord Jim (1900), El corazón de las tinieblas (1902), Tifón (1903), Nostromo (1904), El duelo (1907), Victoria (1915) y La línea de sombra (1917), entre otros títulos.
Gracias a su vida en el mar, a la posibilidad que ello le brindara de encuentro con los seres más nebulosos en los confines más diversos, temperamentos vehementes y temerarios casi siempre al borde de abismos existenciales, Joseph Conrad consiguió fraguar, con un vigoroso y extremado dominio narrativo, uno de los catálogos de personajes más fascinantes de la novela como género literario supremo, a la vez que un soberbio muestrario de los variados parajes que él conociera, como las costas occidentales africanas y los rincones más sorprendentes del archipiélago malayo.
Basta recordar al contramaestre del buque Patna que lleva a ochocientos peregrinos por el Océano Índico hacia La Meca, y tras un accidente es abandonado por todos los marinos, para acarrear un conflicto de conciencia en el pusilánime Lord Jim —aquel primer oficial de la novela homónima—, y posterior pleito judicial; al misterioso y despiadado tratante que reina en una factoría aferrada en lo más profundo de un río africano, en El corazón de las tinieblas; y al seductor y temerario negociante Axel Heyst y su pasión por la bella Lena, enfrentado a lo imprevisible en una isla de Indonesia en Victoria.
Materia sustancial en la obra de Conrad es lo que atañe a las sinuosidades del miedo, uno de los grandes temas que recorren la literatura, y de marcado ímpetu en la de lengua inglesa —Shakespeare en primer orden—; un fragmento de su relato Una avanzada del progreso —casi una anticipación de su novela El corazón de las tinieblas— resulta irrefutable: “El miedo siempre permanece. Un hombre puede destruir todo lo que hay en su interior, el amor, el odio, las creencias e incluso la duda; pero mientras se aferra a la vida no puede destruir el miedo; el miedo sutil, indestructible y terrible que invade todo su ser”.
O los entresijos del mal, por ejemplo en El corazón de las tinieblas —“el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”, según Jorge Luis Borges—, retrato por lo demás de los horrores del colonialismo; el angustioso viaje por el río Congo de un marinero llamado Marlow, en busca de alguien que es la encarnación del mal, Kurtz, traficante de marfil, que fascina diabólicamente a aquellos que le rodean: “La suya era una oscuridad impenetrable. Yo le miraba como se mira, hacia abajo, a un hombre tendido en el fondo de un precipicio, al que no llegan nunca los rayos del sol”.
En consonancia con lo anterior, bueno es rememorar al italiano Italo Calvino en su ensayo Los capitanes de Conrad (1992): “Conrad vivió en un período de transición del capitalismo y del colonialismo, el paso de la navegación a vela a la navegación de vapor. Su mundo heroico es la civilización de los veleros de los pequeños armadores, un mundo de claridad racional, de disciplina en el trabajo, de valor y deber contrapuestos al mezquino espíritu de lucro. (…) Así, el que todavía sueña con las antiguas virtudes se transforma en un Quijote o se rinde”. Así, los personajes de Conrad no se rinden: son Quijotes hasta el fin.
Ya al término de su vida, a los sesenta años, regresa al joven marino que fue, para escribir su última novela: La línea de sombra. En ella se deslinda la historia de la primera ruta como capitán de un bisoño navegante, quien debe lidiar con un barco cuya tripulación es asolada por una extraña fiebre tropical, y se siente asediada por el espíritu aterrador de su anterior oficial, cuyo cadáver víctima de aquella epidemia, es arrojado a una zona marítima que, una y otra vez, se convierte en obsesión del trayecto, como si tal fantasma se instalara en la nave y pareciera gobernar su travesía.
“Sí; uno avanza y el tiempo también marcha, hasta que uno percibe frente a sí una línea de sombra que le advierte la etapa inicial de nuestra juventud que, también, habrá de dejar atrás”, recuerda al comienzo de la novela su protagonista, quien precisa: “Ocurrió en un puerto de Oriente. Era una embarcación oriental, puesto que estaba inscrita en los registros de aquel puerto. Traficaba entre islas encapotadas, a través de un mar azul lleno de arrecifes. (…) Los días de aquella travesía me parecieron muy largos y, sin embargo, pasaron muy pronto”. Tal es el tono de aquel recuento.
El mexicano Sergio Pitol lo ha dicho en Pasión por la trama (1998) y tal afimación se acrecienta al encontrarnos nuevamente con quien es un altísimo novelista: “Llegar a Conrad marca uno de los momentos inolvidables que puede registrar un lector. Volver a él es, ciertamente, una experiencia de mayor resonancia. Significa (…) perderse en las varias capas de significación que esas páginas proponen (…). Sobre todo significa encontrarse de nuevo ante los Grandes Temas”. A cien años de su muerte, permanecen las historias suyas: vuelve a acompañarnos Joseph Conrad en su línea de sombra.
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