“Los médicos y sus ayudantes, que realizaban un esfuerzo agotador, no tuvieron que cavilar ya esfuerzos mayores. Debían solo continuar con regularidad, si así puede decirse, su trabajo sobrehumano. Las formas pulmonares de la infección que se habían manifestado ya se multiplicaban ahora por los cuatro puntos de la ciudad, como si el viento prendiese y activase los incendios en los pechos. En medio de los vómitos de sangre, los enfermos eran arrebatados mucho más rápidamente. El contagio amenazaba también con ser mayor en esta nueva forma de la epidemia”.
El párrafo anterior es una descripción simbólica, tan perturbadora como terrorífica, proveniente de La peste, título del francés Albert Camus, publicado en 1947, que puede referirse, con total pertinencia, a no pocas latitudes en el mundo de hoy. La citada novela del Premio Nobel de Literatura 1957, una de las cuatro suyas —junto a El extranjero en 1942, La caída en 1956, y El primer hombre, esta última editada postmortem en 1994—, aparte de sus varios volúmenes de narraciones, ensayos y piezas teatrales, transcurre en aquellos años, en la ciudad argelina de Orán.
Con brío en el acto de narrar, Camus se incorpora a una estirpe literaria que, a lo largo de los siglos, se remonta a las diez plagas bíblicas con las que, según el Antiguo Testamento, Dios castigó a los egipcios ante la negativa del faraón para que los esclavizados hijos de Israel fueran en pos de su destino. Ejemplo de tal ascendiente, en hondura y desasosiego, lo ofrece el Éxodo, justamente en el Antiguo Testamento, cuando allí se apunta que “…los peces que había en el río murieron; y el río se corrompió, tanto que los egipcios no podían beber de él. Y hubo sangre por toda la tierra de Egipto”.
Otra muestra en tan alto linaje literario, proviene de los años posteriores al 430 antes de Cristo, cuando Sófocles refiere en la pieza central de sus tragedias tebanas, Edipo Rey, las pesquisas que emprende el soberano, para saber cuáles son las causas de la peste que está devastando a la ciudad de Tebas. El coro de ancianos —recurso incontestable en el desarrollo de aquel tejido dramático— así lo enuncia: “Está enfermo todo mi pueblo, y no hay arma del ingenio con la que defenderse. (…) La ciudad muere (…) Sin piedad yacen sus hijos en el suelo, propagando la muerte sin compasión”.
“La ironía de contar una historia cuyo tema es contar una historia es en gran parte invención de Boccaccio”, apunta el ensayista norteamericano Harold Bloom en El canon occidental, a propósito de El Decamerón, los célebres cien cuentos narrados en el terrible año 1348, cuando Florencia, en la región italiana de la Toscana, es azotada por la peste bubónica. Siete muchachas y tres muchachos huyen de la urbe, y se guarecen en una mansión en las afueras, donde sobrevivirán contándose cuentos. “Si queremos correr tras la salud, nos conviene encontrar (…) deleite y reposo”, dice uno de los protagonistas.
Aquellos argumentos eran bien conocidos por Daniel Defoe, quien en el año 1722 publica en Londres su Diario del año de la peste, crónica en clave de novela para adentrarse en la terrible epidemia que azotara en 1665 a la capital del Reino Unido. Aunque su autor era apenas un niño de cinco años en el momento de aquel acontecimiento, no por ello hay que descontar credibilidad a los sucesos allí referidos, que sostienen el vigoroso relato advirtiendo la indagación digna de un gran reportero —desde las fichas de defunciones hasta relatos de testigos, sobre los hechos y sus protagonistas—.
Así lo cuenta el autor: “Era tan frecuente escuchar (…) los gritos agudos de las mujeres y los niños, lanzados desde las ventanas y las puertas de sus casas, en las que sus seres queridos estaban muriendo, o acababan de morir (…) Lágrimas y lamentos se veían y oían en casi todas las casas, especialmente durante el comienzo de la epidemia (…) los corazones de los hombres estaban tan endurecidos y la muerte se presentaba tan constantemente ante sus ojos, que ya no se preocupaban mucho por la pérdida de sus amigos, viendo que ellos mismos podrían ser llamados a la hora siguiente”.
Por su parte, el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez en su novela El amor en los tiempos del cólera (1985), lleva a Florentino Ariza y Fermina Daza, años después de sus desencuentros juveniles, a un viaje huyendo de la peste, en un buque a través del río Magdalena: “la mayoría de los pasajeros, sobre todo los europeos, abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la noche caminando por las cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla que se secaban el sudor incesante y amanecían exhaustos e hinchados por las picaduras”.
Seis años antes de que el colombiano publicara aquella novela, otro escritor que conquistaría en 2006 el anhelado premio sueco, Orhan Pamuk, publica El castillo blanco, uno de los títulos inaugurales en el ascenso mundial de este gran novelista turco. Se trata de un joven científico veneciano en el siglo XVII, cuya voz guía el relato, raptado por piratas otomanos y vendido como esclavo a un sabio de Estambul, para entregar un seductor y puntual mosaico de historias, entre las que se destaca la epidemia que desoló la bella y ya entonces cosmopolita urbe crecida entre las dos márgenes del Bósforo:
Así lo cuenta Pamuk: “La peste vagaba por la ciudad no como un diablo astuto, sino como un merodeador sin rumbo. Un día se llevaba cuarenta vidas de Aksaray, luego dejaba aquello tranquilo y otro día se pasaba por Fatih, de repente comprendíamos que andaba por la otra orilla, por Tophane y Cihangir, y al día siguiente veíamos que se había quedado poco por allí, que se había marchado a Zeyrek y se había introducido en nuestro barrio (…). Cuando comprendimos que no debíamos fijarnos en dónde la epidemia mataba a las víctimas sino en donde las había contaminado, ya era demasiado tarde…”.
Otro Premio Nobel de Literatura —el de 1998— también entrelaza plaga y novela: José Saramago y su Ensayo sobre la ceguera (1996). Seis personajes anónimos, guiados por una mujer, se enfrentan a una pandemia global, la ceguera blanca: “Caminaban rozando las casas, con los brazos tendidos hacia delante, tropezaban continuamente unos con otros, como las hormigas que van en cadena, pero cuando esto ocurría, no se oían protestas, ni necesitaban hablar, una de las familias se despegaba de la pared, avanzaba a lo largo de la que venía en dirección contraria, y así seguían hasta el próximo tropiezo”.
Ejemplos en lo más alto de los autores ya referidos en esta columna, pero también constancia de cómo las palabras levantan eficaces arquitecturas, principalmente a la hora del arte de la novela, con la imaginación desplegada para entregar obras soberanas y cautivantes, asomadas a lo más hondo de contingencias tan insospechadas como reveladoras de la naturaleza humana, son las que reafirman lo necesario de obras con historias y personajes provenientes de horizontes y tiempos diversos. Así ocurre también cuando lo deja ver el encuentro de pandemias y literatura.
- Lisandro Otero, la dimensión de un escritor - 1 de octubre de 2024
- La poeta de la luna y el ciervo de la poeta - 5 de septiembre de 2024
- Cien años en La montaña mágica - 23 de agosto de 2024