Reynaldo González, escritor cubano
Reynaldo González. Foto: Tomada de CREART ( Ministerio de Cultura de Cuba)

Reynaldo González y las insolencias del barroco

Son tantas las vidas literarias de Reynaldo González (Ciego de Ávila, 1940, Premio Nacional de Literatura 2003), que nunca se sabe por dónde empezar, si por la cosecha o por el corazón. Y es que ambas condiciones —el uso de los días y el tesón de los afanes— son su derrotero vital: narrador acucioso —Siempre la muerte, su paso breve (1968)—; investigador fecundo —La fiesta de los tiburones, (1978)—; ensayista raigal —Contradanzas y latigazos (1983)—; prosista seductor —El Bello Habano (1998)—; novelista laureado —Al cielo sometidos, Premio Italo Calvino (2000)—; cinéfilo riguroso —Cine cubano, ese ojo que nos mira, (2002)—; poeta elegante —Envidia de Adriano, (2003)—; y criollo infinito —El más humano de los autores, (2009)—; son ejemplos que lo realzan.

Hace cincuenta y cuatro años, en el que sería el último libro de ensayos de José Lezama Lima, La cantidad hechizada, se apuntaba en sus solapas: “Cuando esperamos una interpretación ensayística al uso, nos atrapa otra muy peculiar, la que nos penetra y recorre al tiempo que penetra y recorre un tema y descubre en nosotros una intuición poética (…) Estamos en el umbral de un libro donde cada página, párrafo o palabra es una posibilidad de sorpresa”. Todo ello adquiere similar valor para un libro de alto vuelo y señorial perspicacia: Insolencias del barroco (2010, primero en Ediciones Holguín, y en 2013 en Ediciones Cumbres, de Madrid, a partir de la edición original), escrito por el autor de aquellas palabras, el editor lezamiano, Reynaldo González.

A través de cinco ensayos escritos en diversas fechas, a propósito de catálogos para exposiciones u otras solicitudes, tenemos un libro que se adentra en una zona fabulosa del siglo XVII; temas que refieren protagonistas y momentos, tan únicos como reveladores, arraigados en una condición artística que, más allá de temas muy definidos, muestra ese carácter impúdico al que hace alusión el título y que, además, se convierte en santo y seña para un viaje personal al barroco y sus entrañas. Tal viaje tiene como fundamento la intuición poética que se haya en la raíz misma de la mirada, en la capacidad de examinar lo que atañe a un pintor y su obra, y con ella un marco de época nunca fijo, siempre sujeto a las eventualidades más inesperadas.

Es así como cada uno de los ensayos que conforman Insolencias del barroco, a la vez que trazados de carácter y circunstancias, resultan también fragmentos de imagen coral: impertinencia de modos pictóricos semejantes en cuanto a vocación, indocilidad, prerrogativa, derivación, que Reynaldo González propone como modelos infrecuentes del barroco y, singularmente, desde ellos mismos, como cifra ubicua que ilustra su natural desobediencia. Y es que cada uno de ellos propone un acontecimiento: Dinero, pinceles, crucifijos, por ejemplo es una muestra de las reciprocidades entre codicia, lucro y usufructo a través de cuadros que, arropados en astuto canje de lo humano y lo divino, captan las interioridades de una época y sus relaciones con el arte.

Otras muestras de excelencia son Las sinrazones de Piranesi, sobre la sensibilidad del célebre grabador veneciano, advirtiendo sus cualidades para indagar en la antigüedad y, desde tal hecho, más que formular un orden, llevar al conocimiento de sus quimeras —y vale recordar a la gran autora de Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar, cuando aseveraba que “el genio del barroco dio a Piranesi la intuición de esa arquitectura prebarroca que fue la de la Roma imperial”—; y El tenebrismo: la insolencia del arte, recorrido entre luces y sombras por los pasajes de Orazio y Artemisia Gentileschi, su maestro Caravaggio, y el discípulo posterior de aquel, José de Ribera, recorrido que se afirma en los personajes del cine de Pier Paolo Pasolini.

En los dos ensayos finales, el gusto por explayarse en los laberintos del quehacer de tan venerables pinceles, adquiere una refulgencia verbal digna de los cuadros: El divino andrógino, propone una lectura de la belleza humana sujeta a lo cotidiano, instalada en lo mítico y viceversa, desde Grecia y Roma hasta las plenitudes barrocas, apostando siempre por las contingencias del artista y su entorno a la hora de trasvasar naturalidad, riesgo y arrojo; y en Velázquez, una corte vista por un pincel, un retrato en familia, y en este caso Las Meninas tiene su principal atribución en el deslinde de líneas circunstanciales, sin olvido de sutilezas —que se advierten en el entramado y sus personajes— del artista y su tiempo.

Quien se adentra en las páginas de Insolencias del barroco asiste a un encuentro que supone el goce por partida doble: de un lado la escritura, tersa y deleitable —el placer del ensayo que sabe narrar, ilustrar, pensar, confrontar—, y del otro la indagación, minuciosa y tentadora, ambas entretejidas a favor de la reflexión más afortunada, que no da lugar a jactancias, sino más bien a la simpatía, recordando que, al decir del escritor mexicano Octavio Paz, “sin ella no puede haber ni comprensión de la obra ni juicio sobre ella”. A lo cual se añade el hecho de una voluntad persuasiva que se explaya en cada uno de estos ensayos, gustosa en lo íntimo y en lo común, para hacer posible que la lectura derive también en aventura para agradecer.

Libro sobre algunas apasionantes coordenadas del arte y sus momentos más imprevistos a la hora del hechizo: en él convergen la pasión hedonista del iniciado, y el repaso puntual del conocedor; las cualidades del contar gustoso no están aquí reñidas con las pericias del juicioso descifrar. Se trata de un libro que además bien invita a una relectura de otras páginas suyas —y en tal sentido, valdría asomarse a su novela Al cielo sometidos, que en no pocos tramos avizora algunas de estas “insolencias”—. Convite a la pintura desde la palabra que la desentraña, asentada en los placeres del buen mirar, gracias al rigor del ensayista y al esplendor del novelista que allí concurren: lo prueban Reynaldo González y las insolencias del barroco.

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