Algunas amantes mambisas tuvieron, respecto a la posteridad, mucha mejor suerte que las de los defensores del imperio hispanas. Unas cuantas parejas han sido recordadas por el amor entre ellas, aunque se les ha guardado a las mujeres espacios muy específicos. Se les considera las esposas, hijas o madres de los grandes caudillos. No se analiza ni se tiene en cuenta su decisión de permanecer en el campo insurrecto. Al iniciarse la guerra y comenzar la ofensiva española, que expulsó a los independentistas de las poblaciones que habían capturado, la mayoría de las mujeres acompañaron a sus esposos a los campos y bosques. Muy pronto quedaron atrapadas por las muchas miserias de la guerra. Las que formaban parte de familias de terratenientes fueron capturadas por los españoles, otras presentadas al enemigo por sus esposos y parientes, pues no estaban acostumbradas al hambre y las privaciones de todo tipo que impuso la guerra y se convirtieron en una impedimenta para sus maridos. La mayoría lograron pasar al extranjero, principalmente los Estados Unidos, donde se establecieron y vivieron en medio de severas estrecheces económicas. Por ejemplo, la familia de Francisco Vicente Aguilera, un millonario, en el sentido literal de la palabra, que inició la conspiración que dio inicio a la guerra, se presentó a los españoles el 24 de junio de 1871: el 26 de ese mes llegaba a Manzanillo, el 19 de julio arribaba en un buque a Santiago de Cuba, y ya el 3 de septiembre de ese año se embarcaba desde ese puerto hacia Kingston.(2)
Los esposos de estas mujeres, por su condición de terratenientes, eran casi siempre líderes en la insurrección donde se nacía General, según la cantidad de hectáreas de tierra con que se contara, el número de peones, esclavos o clientes políticos que se podían movilizar. Estos Generales y Coroneles enamorados intentaron crear senderos clandestinos para mantener al menos un intercambio epistolar con cierta regularidad. Han pasado a la posteridad, principalmente los amores de los principales líderes. Los terratenientes, abogados y gente de cierta cultura que conformaron en el inicio la dirección de la Revolución, dejaron sobres sus pasiones una memoria escrita en cartas a sus esposas o en diarios personales. Esta documentación tiene un valor histórico incuestionable, pues estos hombres les narraron a sus mujeres la vida en Cuba Libre, en ocasiones, con detalles de gran importancia que de otra forma se hubieran perdido. Leyendo con cuidado alguna de esa correspondencia, como por ejemplo la de Carlos Manuel de Céspedes a su esposa Ana de Quesada, resalta la extrema confianza que tenía el primer presidente de la República en Armas a su esposa que es incuestionable se convirtió en una especie de consultante sobre delicados temas de la contienda. Ella misma, en el exterior, jugó un papel de innegable relevancia en la emigración. Se han publicado varias colecciones de estas cartas, como las de Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramante, Francisco Estrada, a sus respectivas esposas. Es de pensar que en tales descripciones está el interés de estos hombres para que sus mujeres se mantengan al tanto de lo que ocurre en Cuba Libre. Ellas eran también parte del independentismo. Por lo que tenían este mínimo derecho a que se les mantuviera informadas de lo que ocurría en su añorada isla.
Tales cartas y diarios personales han servido para ilustrarnos la vida cotidiana en Cuba Libre, pero han sido menos utilizadas para valorar el drama íntimo vivido por estos hombres y mujeres. Esta singular correspondencia circulaba fundamentalmente gracias a las expediciones organizadas por la emigración y los botes y goletas que de vez en cuando iban de Jamaica y las Bahamas a Cuba Libre. Y también por algunos agentes secretos que desde ciudades cubanas mantenían correspondencia con la emigración revolucionaria. Eran comunicaciones muy irregulares. Una parte de esa correspondencia se perdía en el camino. Este sentido de la inseguridad lo refleja una hija de Francisco Vicente Aguilera que tenía a su esposo, Eugenio Oduardo, en la insurrección. Desde Jamaica, el 2 de noviembre de 1871, le escribe al padre que en New York estaba al frente del envío de expediciones a Cuba: “Si sale alguna expedición de esa para Cuba póngale cuatro letras a Eugenio diciéndole que estoy aquí buena, pues el pobre no debe saber de mí. Yo aquí le he escrito dos cartas y hoy le voy hacer la tercera, pues si es cierto que puede alguna caer en mano de los españoles, también es verdad que puede llegar a sus manos y saber de mí que es lo que interesa.” (3)
Las mujeres de estos hombres se encargaron de guardar la correspondencia que llegaba a ellas. Por lo que quizás fueron las mujeres las que tuvieron un primer sentido de que estaban “haciendo historia”, aparte de guardar una gran fidelidad al recuerdo de sus esposos y amantes. Varias de ellas actuaron en general con una gran modestia. No dejaron constancia de sus sufrimientos en el frío exilio en diarios y cartas, y si lo hicieron no se encargaron de salvarlas para la posteridad. Gracias a ellas, al conservar las cartas y los diarios de sus esposos, podemos conocer la tragedia de estas parejas dispersas por la guerra.
Aunque también se desarrolló un trasiego de noticias desagradables desde los campos de la insurrección hacia el exterior. Por medio de ellas algunas mujeres de la emigración se enteraron de una lamentable verdad: no siempre sus hombres les eran fieles. En los campos insurrectos se mantenía una población de campesinas y ex esclavas que en muchos casos les crearon nuevo hogar a estos sufridos líderes insurrectos. Estas relaciones crearon verdaderos dramas de celos como los de Ana de Quesada con su esposo Carlos Manuel de Céspedes. Enterada de la infidelidad de este, sus cartas eran: “secas, con un saludo siempre igual: ‘querido esposo’ y una despedida ceremoniosa: ‘tu fiel esposa Ana Quesada.” (4) Pero ni siquiera estas infidelidades les quitan el sentido romántico y trágico a estos amores.
Uno de los dramas menos conocidos fue el de Ignacio Mora y Ana Betancourt. Ambos quedaron separados por la guerra. Ana residía en una ranchería mambisa, donde recibía con frecuencia la visita de Ignacio. Un día una guerrilla hispana descubre la ranchería y la hacen prisionera junto con otras mujeres, posteriormente la deportaron. En su diario personal Ignacio deja detallada constancia de la pasión por la esposa ausente. Si seguimos el diario nos encontraremos al doblar de cada página su gran tragedia. En una ocasión anota desde la jurisdicción de Holguín: “Paso mis días en este rancho de Canapú, ya peleando con mis recuerdos, ya atormentándome la suerte de mi Anita, de ese ángel á quien mi amor a la libertad de Cuba ha sacrificado el amor que siempre me han inspirado sus virtudes, su capacidad y su abnegación por mí.” (5) Son amores atormentados por la guerra y la separación.
El 5 de julio de 1872, en el primer aniversario de la captura de Ana por las tropas hispanas, abatido por el recuerdo y el remordimiento, “… los sufrimientos que la hicieron pasar” (6) lo afectan físicamente, al extremo que Ignacio llega a “caer en cama con unas calenturas que creía serían las últimas que sufría en mi azarosa vida”. (7) Para estos amantes solitarios el mayor placer era recibir una carta de la amada. Mora se desborda de felicidad el 13 de septiembre de 1872, escribe: “Abro este día con gran alegría en el corazón, con un placer como no he experimentado en toda la revolución… La causa de este placer, de este gozo, es, dos cartas que he recibido de mi Anita.” (8) El poder escribir a la esposa es un placer sobredimensionado para esta gente.
Ignacio Mora afirma, acerca de su aspiración de salir del valle de Canapú: “Mi mayor deseo de salir de este valle de Canapú Arriba… Es por tener papel en que escribir a mi Anita por lo menos una vez al mes”. (9) El amor desesperado estará presente como una constante en la correspondencia. El 26 de marzo de 1873, escribe Mora: “El enemigo se retiró y comencé a escribir a mi Anita”.(10) Confiesa en otra ocasión que: “Mi única esperanza, mi solo consuelo es la llegada de la correspondencia: con ella me viene el pensamiento íntimo de mi Anita; y sus cartas son el bálsamo de mi natural tristeza”.(11) Llega hasta cometer una ilegalidad al escribir sus cartas: “bajo la cubierta de Calixto García para que remitan esta carta a Devis á Cuba”.(12) Devis era el agente secreto cubano en Santiago de Cuba y que se utilizaba fundamentalmente para la correspondencia oficial. Calixto García como jefe de departamento tenía ese derecho que le estaba vedado a Mora. Miente y engaña por amor. Incluso hay una decisión de Ana Betancourt que nos sorprende. Le pidió a su esposo, que quemara sus cartas. Es posible que no quisiera que cayeran en poder de manos extrañas, que ojos maliciosos recorrieran aquellos senderos de palabras que debieron de reflejar su soledad, su deseo de estar junto al esposo. El 5 de mayo de 1873, dice Mora: “Por complacer a mi Anita he quemado sus cartas. ¡Sus cartas! ese consuelo de mi soledad y de mi vida. He hecho un sacrificio, pero he dado gusto a mi digna Anita. Que el sacrificio sea la prueba de mi amistad, mi abnegación y el gran dolor de mi alma.” (13)
Hay una desgarradora confidencia de Ignacio Mora realizada a la soledad del diario: “La guerra y la suerte de Cuba me tienen sin cuidado. Todo mi pensamiento, todo mi anhelo está puesto en mi Anita” (14) Pero poco después recibe una carta de Ana: “Jamás, exclama ella, pediré nada a los verdugos de mis hermanos”. 15 El héroe que fue Ignacio se recobra del momento de debilidad. Estará por siempre a la altura de ella. Caerá en tierra insurrecta sin claudicar.
Ana logró rescatar el diario personal de su esposo años después de su muerte a manos de los españoles. Escribiría ocasionalmente en los espacios que él dejó libres, breves anotaciones expresando su amor como si en ese entrelazar de las dos escrituras se cumpliera el anhelo del encuentro que nunca ocurrió: “Estos apuntes diarios de mi infortunado esposo, semejan gritos de angustias: ayes de apasionado dolor escapados de su corazón y estampados en el papel á falta de un ser querido a quien comunicar sus tristezas y sus recelos. Conversación escrita para que algún día llegase á mis manos; á manos del ser que le era más querido, en cuya alma sabía él que habían de hallar eco sus dolores.” (16)
El amor y la muerte conforman un extraño contrapunteo. En alguna casa humilde de un barrio de New York o Kingston se está en espera de la noticia terrible que puede llegar en cualquier momento. Como la información funesta que recibió Caridad Aguilera Kindelán, hija del mayor General Francisco Vicente Aguilera. El 3 de enero de 1872, desde Kingston, donde sufría el exilio, le escribía al padre una carta terrible sobre la suerte de su esposo, Eugenio Oduardo, oficial del Ejército Libertador: “Fue cogido en Mal País y fusilado allí mismo por esa canalla”. 17 La mayoría de estos amantes separados por la guerra no se encontrarán jamás. Céspedes murió sin ver a Ana, Ignacio Mora sin expresarle cuánto la amaba a su “Anita”, Ignacio Agramante perecerá en combate llevando una fidelidad antológica hacia su Amalia, su primo Eduardo también encontrará la muerte tempranamente sin el encuentro con su esposa Matilde. Para el General holguinero Julio Grave de Peralta, su caída en combate, borró la posibilidad de encontrarse con su esposa, Josefa Cardet, Pepilla, como la llamaba tiernamente en su correspondencia.
Si la muerte del esposo, en la tierra del mambí, dejará una última página sin escribir en la copiosa correspondencia que mantuvieron estas trágicas parejas. Tan solo ha quedado ese puñado de páginas hoy veneradas como reliquias. Tales documentos son como la punta de un gran iceberg, pero no de hielo frío, sino de un largo silencio, de una ternura que nunca encontraría desahogo en un cuerpo ya definitivamente separado.
NOTAS.
1.-Archivo de Historia Holguín, Fondo Tenencia de Gobierno, Expediente 6010, Legajo 159
2.-Onoria Céspedes: Cartas familiares de Francisco Vicente Aguilera, Ed. Bayamo, 1991, p. 14
3.-Archivo Nacional de Cuba, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 650, No. 24
4.-Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo: Carlos Manuel de Céspedes. Escritos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1982, Tomo III, p. 52
5.-Nydia Sarabia: Ana Betancourt, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1970 ., pp. 144, 145
6.-Ibídem, pp. 144, 149
7.-Ibídem, pp. 144, 149
8.-Ibídem pp. 144, 154
9.-Ibídem, pp. 144, 155
10.-Ibídem, p. 172
11.-Ibídem, p. 208
12.-Ibídem, p. 210
13.-Ibídem, pp. 175-176
14.-Ibídem, p. 154
15.-Ibídem, p. 155
16.-Ibídem, p. 214
17.-Archivo Nacional de Cuba, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 650, No. 22
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