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El robo de vacas afectaba a los niños pues los mambises las criaban para obtener leche y alimentarlos. Foto: Otoniel Márquez /artemisadiario

Matar a Abelardo

Los mambises y en general los vecinos de las zonas donde se desarrollaba la guerra de independencia de Cuba de 1868 a 1878 sufrieron las depredaciones de delincuentes. Hay diversos ejemplos. Según Carlos Manuel de Céspedes, el primer presidente de la República de Cuba en armas, estos delincuentes se dedicaban a robar y: “…asesinar a personas honradas e indefensas, produciendo el pánico y la zozobra en los demás”. (1)

El 20 de septiembre de 1871 se produce el: “…asesinato del C. Pedro Ciser por una partida de malechores que asaltó y robó su rancho…”(2) Jesús Rodríguez Aguilera, holguinero (3) miembro de la Cámara de Representantes: En 1871 recibió un golpe terrible: sus dos hijos, jóvenes de 15 y 18 años, fueron asesinados, no por los españoles, sino por la banda de malhechores que con el nombre de “Máscaras de Cuero”, infectaba el territorio de Tunas. (4)

El coronel insurrecto Belisario Grave de Peralta, (5) el 14 de noviembre de 1875, informa que en un lugar llamado El Cupey se robaron seis caballos: “Algunos vecinos me han informado que sospechan en el C. Pedro Fermín Rodríguez que algunas veces aparece en esta zona de negociante de zapatos, sal, etc, todo lo anda y en aquellos días andaba por aquí”. (6) Vicente García (7) anota en su diario, el 4 Septiembre 1875: “Me trajeron presos a Domitilo Cervantes y Julián Avalo, autores del robo de la vaca que en estos días faltó del depósito que tengo en Carvajal”. (8)

Esta acción afectaba, en especial, a los niños; pues los mambises cuando podían conservaban las vacas para obtener leche para su alimentación. Uno de los episodios más crueles del bandolerismo durante la guerra fue el de Abelardo Rodríguez. (9)

Este individuo nació en la jurisdicción de Holguín. En octubre de 1868 Abelardo, al igual que otros muchos campesinos, se unió a las fuerzas libertadoras.

Integró una de las numerosas guerrillas que, teniendo como escenario los bosques y sabanas cubanas, llevaban a cabo una eficiente guerra irregular al imperio español. Era aquella guerra terrible, donde casi siempre un prisionero era un ejecutado. Abelardo se destacaba por su crueldad excesiva. Pero su odio era especial contra los canarios.

Un número considerable de canarios prestó sus servicios a la causa de la metrópoli. Una parte considerable de ellos integraban las tristemente célebres guerrillas. Puede ser esa una justificación más lógica al odio que comenzó a mostrar Abelardo Rodríguez con los canarios.

Es posible que los asociara con la implacable persecución a que eran sometidos los revolucionarios por estas fuerzas auxiliares del ejército español. En ocasiones estas unidades eran más eficientes que las propias columnas del ejército regular. Acostumbrados al clima y conociendo las tácticas de los insurrectos los perseguían implacablemente. Muchas veces saciaban su odio contra las mujeres y niños que sorprendían en los campamentos. Las violaciones y asesinatos eran asuntos comunes entre estas tropas de mercenarios. Pero, en justicia, es necesario reconocer que en ellas había más cubanos mercenarios que canarios y españoles.

Diversas y sangrientas anécdotas nos van acercando al drama. En una ocasión, detenidos dos jóvenes isleños que fueron sorprendidos por una patrulla en la habitual faena de cultivar la tierra, Abelardo pidió su custodia. El grito corto y desgarrador sembró el campamento de interrogantes.

-Intentaron fugarse. Había justificado Abelardo el golpe filoso del machete que desparramaba la sangre de los dos jóvenes, sobre la tierra soñada por ellos como nueva patria. No existía evidencia alguna del intento de fuga. La muerte los sorprendió sentados sobre un grueso tronco. Uno de ellos sostenía en la mano crispada un boniato hervido entregado por los insurrectos. No había gesto ni forma posible de fuga. La indignación enardeció la tropa contra el asesino. Las dos víctimas habían sido detenidas por mero formalismo. Se le pensaba dejar en libertad luego de un interrogatorio. Se propuso someter a consejo de guerra a Abelardo. Pero el vertiginoso desarrollo de la guerra con la constante persecución enemiga pospuso el justo juicio.

Sus instintos de asesino y ambiciones materiales desmedidas y sin freno lo alejaban cada vez más del esfuerzo idealista de los revolucionarios. Estos habían marchado a la manigua insurrecta quemando sus fincas para hacer una nación. Abelardo no tenía cabida entre aquellos hombres ilusionados con la libertad futura. No se extrañó mucho su traición. Un día desapareció del campamento. Pero no se presentó a los españoles como usualmente ocurría en estos casos.

Se internó en lo más espeso del bosque donde fue reuniendo las monstruosidades de la guerra. Gente que no eran del bando cubano ni español sino del de la crueldad. Sedientos de sangre, resentidos, frustrados, con todos ellos fue conformando su banda. Los asaltos a campesinos y terratenientes se hacían cada vez más frecuente. En las guerras tales grupos de desalmados son comunes. El asalto a las propiedades de los canarios por estas bandas no era asunto raro. Muy sabido era que el trabajo sin límites de estos hombres acumulaba siempre riqueza. Todos se aprovechaban de la riqueza obtenida por estos esforzados labradores. Las fuerzas del Estado español que operaban contra los insurrectos exigían con mucha frecuencia vituallas en las fincas de esta gente noble. Mientas los insurrectos encontraban siempre, por las malas o las buenas, algún alimento con que aliviar los muchos días de hambre que rodeaba el esfuerzo de liberar la isla de la opresión colonial. Delincuentes sin bandera obtenían siempre algún botín en la propiedad muy laborada del canario.

Abelardo dejaba una huella muy clara de que fue su banda y no otra la que cometió la fechoría. Si la víctima era canaria se le ultimaba sin compasión. Festín horrible rodeaba la ejecución. La risa y la burla al sufrimiento del desdichado canario caracterizaban el acontecimiento cruel. Un disparo a un centro vital del cuerpo hubiera sido piadoso comparado con lo que se desataba contra el infeliz. La carne quedaba a merced de los machetes filosos y hambrientos que se cebaban una y otra vez en el cuerpo del desdichado hasta que ya no había vida posible que reclamar a aquel puñado de despojos que minutos antes resumía la vida humana.

Sus crímenes espantosos y numerosos no dejaban dormir a los canarios. De noche muchos abandonaban la finca o la vega y se refugiaban en el monte con la familia. Otros armados de carabinas y machetes montaban guardia, permanente, tratando de descifrar las incógnitas de la oscuridad. Era desgaste terrible el sufrido por esta gente hecha para el trabajo abierto y franco. Abelardo Rodríguez y su banda fueron muy pronto incluidos en la nómina de los perseguidos tanto por los españoles como por los insurrectos. Operaban en la Sierra de Gibara. Se movía en los alrededores de un cerro que fue bautizado con su nombre. Se evitaba en pasar por las inmediaciones del lugar. Fue tal el terror sembrado que hoy todavía la colonia rocosa tiene su nombre.

Los libertadores alarmados por el desprestigio que echaba sobre ellos la antigua militancia independentista del delincuente incrementaban su búsqueda. Se dieron órdenes muy precisas de capturarlo vivo o muerto. Los españoles no sabían cómo acallar los justos reclamos de las familias y amistades de las víctimas. El desaliento que causaba el asesino entre la masa de isleños era mucho. Su burla a la persecución, menoscababa la autoridad hispana. Por primera vez los dos bandos enfrascados en guerra a muerte se impusieron un objetivo común: capturar a Abelardo Rodríguez el asesino de canarios. Matar a Abelardo se tenía como un objetivo en los dos bandos.

Por lo menos un intento de captura fracasó. Rodeada la casa donde dormía por fuerzas hispanas el bandolero rompió una de las paredes, de construcción muy rústica, envistió a uno de los militares derribándolo y escapó al campo entre disparos. Pero el cerco se iba cerrando día a día. Sus desmanes y crueldades con los canarios llegaron al extremo que los que por algún motivo lo protegían comenzaron a alejarse.

Fue fin casi bíblico el del asesino de los canarios. Nos recuerda la fuga frustrada de Absalón, el hijo desobediente del rey David. Abelardo estaba en la casa de su amante, bohío criollo en pleno bosque. Se adormecía sensualmente mientras la mujer lo despiojaba, rebuscando en su cabellera los pequeños parásitos. Más que sentir presintió la llegada de la tropa española. Se lanzó en carrera brusca y cortante hacia la fuga ante los ojos perplejos de sus perseguidores.

Libre de la puntería incierta de los soldados alcanzó los primeros árboles del bosque. Pero fue un descuido inconcebible en él que había hecho de la fuga lo cotidiano. Quizás desvío la cabeza para con rápida mirada determinar el número de enemigos, la distancia que los separaba o calculó mal la presencia del gajo. Su frente envistió el ramaje demasiado bajo de un árbol frondoso. El golpe le hizo perder velocidad, se detuvo un momento para reponerse del estremecimiento de nervios y centros nerviosos que agredidos sorpresivamente no sabía cómo reaccionar ni qué hacer coordinar todos sus movimientos musculares. Pero ya llegaban junto a él los perseguidores, que lo golpeaban, lanzaban al suelo, sujetaban y amarraban.

Había tanto de que acusar y condenar que el fiscal no sabía por dónde empezar. Fueron apareciendo los testigos, viudas, huérfanos, padres de hijos entregados a la inclemencia de su machete. La mayoría eran canarios. El fiscal con mucho dominio del tema señalaba que el acusado, a diferencia de otros bandidos, luego de obtener el botín dejaban con vida a la pobre víctima se entregaba a una horrible orgía de sangre en especial con los emigrados isleños.

Más con ira y desprecio que con tinta se firmó la sentencia de muerte. Amarrado contra una alta palma real el reo impasible miró la boca negra de los fusiles. Ninguno de los tiradores erró el disparo en aquella ocasión.

Historia triste para una sociedad donde nunca anidó el odio de las razas y las naciones. Donde además al canario no se le consideró extranjero. Fue historia sin continuidad la de Abelardo Rodríguez. Leyenda siniestra muy pronto olvidada por todos.

Notas:
1.-Portuondo Fernando y Hortensia Pichardo. Carlos Manuel de Céspedes. Escritos. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana. 1982, T II, 175.

2.-Víctor Manuel Marrero “Vicente García: Leyenda y realidad”. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, p 113.

3.-Jesús Rodríguez Aguilera nació en Holguín, el 20 de junio de 1828. Fue miembro de la junta revolucionaria local que organizó el movimiento conspirativo. Individuo de gran ascendencia en esa zona fue miembro de la Cámara de Representantes. Fue enemigo de Céspedes y conspiró para su destitución. Se mantiene en las filas insurrectas hasta el final de la guerra. Al terminar esta se estableció en La Habana. Al inicio de la Guerra Chiquita formó parte de la comisión que envió a Oriente el Partido Autonomista para convencer a los sublevados que depusieran las armas. Falleció en La Habana en fecha que no hemos podido precisar. Información tomada de: Constantino Pupo y Aguilera: Patriotas, Holguineros, Holguín, 1956, pp. 209 y 210.

4.-Fernando Figueredo Socarrás: La Revolución de Yara (1868.1878), Instituto del Libro, La Habana, 1968, p. 183.

5.-Belisario Grave de Peralta y Zayas Bazán. Nació en Holguín en 1841, se alzó en 1868 y durante la Guerra Chiquita. Sufrió prisión en España al concluir esta última. Murió en Honduras antes del inicio de la Guerra de 1895. Alcanzó el grado de General de Brigada. Información tomada de: Colectivo de autores Diccionario Enciclopédico de historia militar de Cuba Primera parte (1510-1898), tomo 1, Biografías, Editorial Verde Olivo, La Habana, 2001, P 176. Y Elia Sintes Gómez, Belisario Grave de Peralta (Inédito).

6.-Archivo Nacional de Cuba, Fondo Donativo y Remisiones. Caja 474. Numero 10.

7.-Vicente García González. Nació en Tunas en 1833 y murió en Venezuela en 1886. Mayor General del Ejército Libertador. Fue uno de los militares más destacados de la guerra. Tenía una gran influencia política entre los insurrectos orientales. Información tomada de: Colectivo de autores Diccionario Enciclopédico de historia militar de Cuba Primera parte (1510-1898), tomo 1, Biografías, Editorial Verde Olivo, La Habana, 2001, P 145.

8.-Víctor Manuel Marrero, obra citada, p 210

9.-Para confeccionar la historia sobre Abelardo Rodríguez consultamos las siguientes fuentes. Archivo particular de Juan Andrés Cue Bada, en Santiago de Cuba. Entrevista a Enrique Doimeadios Cuenca, Encarnación Cardet Méndez y a Juan Cardet Méndez.

José Miguel Abreu Cardet
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