José Martí, Caída en Combate, Dos Ríos, escritor, libro
Reconstrucción pictórica del óleo Muerte de Martí, de Esteban Valderrama

Tres libros con Dos Ríos

Era un bisoño mambí ese mediodía de hace ciento veintiocho años: se llamaba Ramón Garriga y poco más de medio siglo después, el entonces retirado coronel del Ejército Libertador deslindaría en una entrevista para el semanario Carteles —la mejor revista cubana de esa época— sus recuerdos de jornada tan terriblemente infausta. La remembranza inflama; ante la amenaza imprevista de las tropas españolas, el Generalísimo Gómez ordena montar y embridar los caballos. Garriga recuerda, con precisión no lacerada por el tiempo transcurrido, ver a Martí “recoger apresuradamente sus papeles y guardarlos en la chamarreta de color gris que, con el pantalón negro y el sombrero de castor, de ala muy ancha, era el traje de campaña que venía usando”.

Ir al galope no era una extrañeza para él, pues como apunta el historiador Rolando Rodríguez en Dos Ríos: a caballo y con el sol en la frente (Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001), “si bien Martí no era un jinete consumado, tampoco era un inexperto. Desde su niñez había galopado y, de nuevo, durante sus viajes lo había hecho muchas veces”. Procedente de una recría de Guantánamo —tal como allí se anota— el fogoso Baconao era el potro que cabalgaba Martí ese 19 de mayo de 1895.

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Óleo sobre tela: Muerte en Dos Ríos, de Carlos Enríquez

Aquel momento será narrado por el escritor Joel James en su novela El caballo bermejo (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 1999): “Al galope, en medio del guineal, no sabe distinguir dónde está el contrario y donde los suyos, porque la balacera es atroz, simultánea y unánime. Porque la maleza alta y el humo lo ocupan todo. Porque se encuentra solo en medio del caos”. Y de repente irrumpe el espanto: “Intenta frenar el caballo, desviarse en otro sentido, ganar tiempo para orientarse mejor, pero las riendas largas se han enredado en las patas de la bestia que enloquecida no responde a mando alguno”.

Es entonces cuando literatura e historia se entrecruzan, con energía y viveza, para entregar la funesta hora de aquel día: “…el golpe de la bala destrozándole el puño del esternón…”; y de inmediato el desenlace: “por la violencia del impacto el cuerpo se tensa anormalmente hacia atrás y el segundo tiro le atraviesa desde abajo la mandíbula inferior y, al salir, le destroza a su vez el labio superior; el tercer disparo le cruzará de lado a lado la pierna derecha cuando ya iba de caída aún con vida; pero ése no lo sintió”.

La lectura de ambos complementan la reconstrucción más detallada del pavoroso acontecimiento —aprovechando las diversas fuentes investigadas y debidamente registradas, en Rolando Rodríguez; y la evocación de gran aliento que se alcanza desde la narrativa, en Joel James—, para brindar una ocasión única y deslindar los entresijos de un instante cuya importancia, en el devenir de la historia de Cuba, ha sido capital.

Dos Ríos: a caballo y con el sol en la frente es una investigación histórica que no solo puede interesar a especialistas y estudiosos, dado el trabajo de búsqueda y explicación a través de una extensa y notable suma de documentos y archivos, sino también a cualquier lector informado sobre los hechos bélicos independentistas y en particular en torno a Martí, para lo cual —y desde los propios títulos de sus cinco capítulos se advierte: “El regreso del peregrino”, “El duro oficio del guía”, “La razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería”, “La incertidumbre” y “Cuando la muerte no es verdad”— hay un tejido de escritura que estimula su desarrollo con nervio y suspense.

Por su parte, El caballo bermejo, que ubica su trama en los días finales de la guerra de 1895, la posterior intromisión norteamericana en el conflicto y sus consecuencias, de modo particular en el entorno de Santiago de Cuba, para enhebrar un tejido argumental en el que figuras históricas y personajes de ficción comparten roles. En la médula del relato, lo ocurrido en las cercanías de las corrientes del Cauto y el Contramaestre —en lo que ha sido el mediodía más aciago de la historia de Cuba— adquiere dimensiones de honda relevancia.

Un tercero a destacar es Crónicas martianas (Editorial Capiro, Santa Clara, 2007) y su título puede llamar al desconcierto si se supone es una antología con textos de Martí. Pues no. Su autor, el poeta Yamil Díaz Gómez, propone un desarrollo narrativo con elegancia y sosiego, en el que se entrecruzan la indagación y la glosa, en poco más de un centenar de páginas, a favor de lo que bien puede tenerse como un peculiar relato, regido por un hálito poético que se acrecienta paso a paso, con habilidad y dominio.

Cuatro capítulos lo conforman: “Lola, jolongo, llorando en el balcón…” —célebre comienzo del Diario de José Martí—; la estancia de Martí y Gómez en Haití en vísperas del viaje definitivo, con el cálido retrato en familia del médico cubano Ulpiano Dellundé, inolvidable y valeroso, la intensidad de una trama policial en la que casi puede sentirse el peligro —los dos grandes hombres acosados por las autoridades españolas—; “Como la paz de un niño” —los primeros pasos tras el arribo a Cuba por Playitas—; “A un galpón del camino” —el polémico encuentro de Martí, Gómez y Maceo en La Mejorana—; y “Pegado al último tronco, al último peleador”, los sucesivos entierros del cadáver de Martí y con ellos, el día fatal releído y anotado.

Dos anexos bien pueden agregar una fe bibliográfica como desenlace novelesco a Crónicas martianas: el primero, una carta de Bernarda Toro de Gómez a Martí, fechada el 12 de junio de 1895, en la que destella el reclamo de “cuídeme a Máximo”, misiva que, claro, ya nunca sería leída por su destinatario; y el segundo, confesiones del pintor cubano Pedro Pablo Oliva en torno a su abuelo, Olivita, práctico del ejército español, inculpado de haber rematado a Martí tras su caída en Dos Ríos.

“Martí era una bendición. Aquel hombre conversaba con usted y a los cinco minutos se ganaba su cariño. Era dulce, afable. Tenía un carácter alegre y conversaba mucho. Cuando estuvo en mi casa, yo me encariñé con él y él conmigo, porque como íbamos a verlo, nos tenía en concepto de familia”, contaba Rosalío, un anciano campesino que de niño había conocido a Martí en sus días finales, tal como preservó su testimonio Froilán Escobar en Martí a flor de labios.

Ahora, al calor de la fecha, retorna la figura de quien “nos tenía en concepto de familia”: ahí está, para reencontrarlo, a la sombra de tres libros con Dos Ríos.

Eugenio Marrón Casanova
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