Ray Bradbury. Foto: Tomada del El Diario

Los setenta años de “Fahrenheit 451”

Formar parte del grupo de las notorias ficciones verbales que relatan el mundo de las distopías —sociedades ficticias sustentadas en la anulación de cualquier anhelo emancipador —, es algo más que una reputación activa e incesante en la literatura contemporánea: se trata de la mejor manera de verificar, según lo advertido por el Premio Nobel de Literatura 2010, el peruano Mario Vargas Llosa, en el ensayo final de su libro La verdad de las mentiras, que “las invenciones de todos los grandes creadores literarios (…) nos abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de nuestra condición, y nos equipan para explorar y entender mejor los abismos de lo humano”. Así ocurre con Fahrenheit 451, novela del escritor norteamericano Ray Bradbury, nacido en Waukegan, Illinois, el 22 de agosto de 1920.

Volver a aquellas páginas, de cuya publicación se cumplen ahora setenta años, no es solo una oportuna recordación del gran maestro norteamericano de la ciencia ficción y el terror fantástico, sino también un reencuentro que aviva nuevas perspectivas de lectura. Publicada veintiún años después de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y apenas cuatro tras la aparición de 1984, de George Orwell, novelas emblemáticas de autores británicos también afirmadas en distopías legendarias, hay en la de Bradbury una constante que recorre los siglos: la persecución y quema de libros, y con ellas del peligro ante el despliegue de las ideas.

Basta citar tres ejemplos a tener muy en cuenta, en torno al exterminio de los libros: la combustión de los códices mayas el 12 de julio de 1562 por órdenes del clérigo Diego de Landa en Yucatán — “no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos”, alegaba el inquisidor —; la hoguera ordenada por Adolfo Hitler la noche del 10 de mayo de 1933, contra alrededor de veinte mil libros en Berlín; y la fogata dispuesta por el general de división Luciano Benjamín Menéndez en la ciudad argentina de Córdoba el 29 de abril de 1976, en los inicios de la dictadura militar, en la que se incendiaron obras de Julio Cortázar, Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda y Mario Vargas Llosa, juntos a otros autores, “a fin de que no quede ninguna parte de estos libros (…) para que con este material no se siga engañando a nuestros hijos”, según lo dicho por el uniformado.

Tal como indica su título —la unidad de temperatura en la que el papel se atiza y arde —, Fahrenheit 451 es un relato que transcurre en una sociedad manipulada por los bomberos, pero no tal como conocemos su desempeño en la extinción de incendios, sino todo lo contrario. Armados con unas extrañas mangueras lanzallamas, en las páginas de esta novela los bomberos persiguen, capturan y calcinan todas las páginas de la cultura universal, pues se trata de un mundo en el que los libros han sido condenados a su exterminio.

“No sutilicemos con recuerdos (…) Olvidémoslos. Quemémoslo todo, absolutamente todo. El fuego es brillante y limpio (…) Somos los Guardianes de la Felicidad. Nos enfrentamos con la pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorías y pensamientos contradictorios (…) no permitir que el torrente de melancolía y la funesta Filosofía ahoguen nuestro mundo”, le dice con su verborrea fanatizada el capitán Beatty al bombero Montag, los dos protagonistas que terminarán por enfrentarse a la sombra de las hogueras y sus designios más devastadores en Fahrenheit 451.

A su lado, los otros personajes se bifurcan, por un lado Mildred, la esposa de Montag, domesticada bajo el orden represivo de los bomberos, y por el otro la joven Clarisse junto a Faber y Granger, empecinados junto a otros rebeldes en proteger la memoria de los libros y con ella el sentido mismo de la Humanidad. Es así como en esa hermandad deseosa de salvaguardar la cultura impresa, cada uno de sus integrantes dejará a un lado su nombre para, con la nueva identidad, llamarse como un gran autor, cuya memorización los convertirá en bibliotecas vivas en pos de salvar los libros.

“Yo soy La República de Platón. ¿Desea leer a Marco Aurelio? Míster Simmons es Marco”, le advierte Granger a Montag. Es así como le explica a este: “También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después a por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia”.

Y más adelante otra acotación del personaje: “Transmitiremos los libros a nuestros hijos, oralmente, y dejaremos que nuestros hijos esperen, a su vez”. En ese mundo de la palabra impresa condenada al fuego, en el que las pantallas rodean por todas las paredes de los hogares, a la vez que cualquier atisbo de pensamiento puede ser la mejor razón para una condena, los personajes de Ray Bradbury levantan un entramado terrorífico.

Como una intensa y muy desarrollada fábula —no exenta de un calado poético que distingue buenos trechos de su prosa, y sin desmayo de una energía concisa y afilada en su progresión narrativa —, que llega de un tiempo indeterminado, Fahrenheit 451 es una lectura inagotable. Tal es así que ha conocido dos versiones fílmicas con lecturas muy particulares que han hecho sus realizadores, con mayores o menores cuotas de apego al texto original: la del francés Francois Truffaut en 1966; y la del norteamericano Ramin Bahrani en 2018.

Graduado en Los Angeles High School en 1938, Ray Bradbury nunca asistió a estudios universitarios: su economía personal no se lo permitía. Por ello, mientras vendía periódicos y revistas para ganarse la vida, se formaba autodidactamente leyendo en la biblioteca pública, abriendo su camino entre libros, hasta que, a comienzos de los años cuarenta, comenzó a publicar sus relatos en destacadas revistas. En 1950 vio la luz un libro de cuentos que sería su primer gran éxito de lectores y crítica: Crónicas marcianas, sobre una posible y dificultosa colonización del planeta Marte.

Tras aquel título vinieron, entre otros, El hombre ilustrado (1951), volumen de narraciones sobre los inmutables mecanismos tecnológicos enfrentados a los comportamientos humanos; El vino del estío (1957), novela delicada y cautivante, en torno a las vacaciones de un niño de doce años en una ciudad de la región del Medio Oeste estadounidense; y Remedio para melancólicos (1959), pieza de narrativa breve entre el realismo más descarnado y la fantasía más apocalíptica.

Leído y traducido a numerosas lenguas, al morir el seis de junio de 2012 a la edad de 91 años en Los Ángeles, California, de acuerdo a una estricta solicitud suya cumplida por sus familiares, el epitafio de su tumba tuvo como inscripción apenas una frase: “Ray Bradbury. Autor de Fahrenheit 451″. Los setenta años de ese libro son también la reafirmación de un escritor, cuya obra es patrimonio universal a la hora del acto supremo de narrar, desde las entrañas de lo humano y sus circunstancias.

Eugenio Marrón Casanova
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