Maggie Mateo, escritora cubana

Maggie Mateo regresa como narradora

Fue en el año 2008, al conquistar el Premio Alejo Carpentier con su novela Desde los blancos manicomios, que Margarita —Maggie— Mateo (La Habana, 1950) se aventuró a dar el salto que, a la sombra de un título legendario como Ella escribía poscrítica —aparecido en 1995, cuya edición revisada y más reciente es de 2005 por el sello Ediciones Holguín— ya venía advirtiéndose con muy notables señas de enjundia y posesión. Autora de Paradiso: la aventura mítica y Dame el siete, tebano. La prosa de Antón Arrufat, ganadores de los premios de Ensayo Alejo Carpentier, del Instituto Cubano del Libro, en 2002, y Enrique José Varona, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 2013, la vocación de narradora es santo y seña a la hora de su escritura.

«En mi caso, ensayo y ficción han corrido muchas veces de la mano, imbricados hasta un punto en que me ha sido casi imposible distinguir los límites entre un género y otro. En fin, que todo es parte de lo mismo: saber, escritura, imaginación, lecturas, entre otras cosas», me confesaba Maggie Mateo en una de las trece entrevistas con escritores cubanos que conforman El sabor del instante (Ediciones Holguín, 2016). Tal confidencia recalca su elegancia de agudeza y su capacidad de intuición, para entrecruzar con plenitud de dominio la perspicacia del ensayo y el aliento de la ficción en sus textos más determinantes, condición que ha distinguido su derrotero literario, por el cual mereciera el Premio Nacional de Literatura 2016.

La reciente publicación de Escritura sin rumbo, por el sello Ediciones Vigía, de Matanzas, trae cuatro piezas donde el esplendor ficcional se asienta en tratar con acierto el bagaje reflexivo, la mirada lateral, el trazado aleatorio que tiene su eficacia —para decirlo a la manera del mexicano Carlos Fuentes cuando refería las coordenadas del narrador— «de la reducción a la ampliación, de la expulsión a la inclusión, de la parálisis al movimiento, de la unidad a la diferencia». En ese trazado, se dan cita, para continuar con lo que dice el autor de La región más transparente, «los ritmos, los sentidos, de la novedad en la narrativa». En el caso de Maggie Mateo, tal novedad ha sido su sello muy personal, el indeleble caudal de su estilo tan precisamente intranquilo.

Escritura sin rumbo está integrado por cuatro «pasajes», el término tan caro al filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940), para registrar fracciones que conforman una experiencia tan consumada: cada uno de aquellos resulta punto de partida para nuevas incursiones —y ahí su apuesta va en firme—, esa nostalgia del paraíso a la que parecen conducir las escalinatas del escultor judío Dani Karavan que dan al mar en Port Bou, localidad del nordeste español que fuera la última estación de Benjamin antes de su muerte frente a los horrores de la guerra, y que ayuda a otear dilataciones; de igual forma, esta escritura de Maggie lleva a revisitar nostalgias, visiones desde el malecón habanero, amplitudes de tiempos, tránsitos entre vigilias y cavilaciones.

El primero de esos pasajes ya advertidos, Habla Ínclita de Mamporro, resulta una armazón que conjuga apariencia, veracidad, secreto y alucinación; mudanza de la ficción y sus criaturas al testimonio y sus protagonistas —y viceversa— afianzada en dos nombres esenciales: la etnóloga y narradora cubana Lydia Cabrera —autora de esa obra capital que es El Monte—, y la filósofa y ensayista española María Zambrano —su libro El hombre y lo divino es un clásico del siglo veinte hispano—. Y junto a ellas, o por encima de ellas desde una omnisciencia tan imperiosa como fecundante, la avispada profesora Ínclita de Mamporro, heterónimo de la propia Maggie, una detective salvaje —a la manera de Roberto Bolaño—, quien atestigua en una carta algo más que su admiración por María Zambrano, toda una fe de vida bien leída.

El segundo, Lápices, pinceles y muletas, se instala con creces en una pesquisa que se transforma en un vistazo muy personal sobre los secretos que habitan en la obra de Severo Sarduy; la multiplicidad de referencias verbales y visuales que entretejen la escritura y la pintura de aquel inolvidable camagüeyano nacido en 1937 y que se radicara en París desde 1960 hasta su muerte en 1993, para establecer una panorámica en extremo reveladora. «Escribir es pintar», dice una anotación encontrada en el margen de una página, sobre el autor de la novela De donde son los cantantes que la autora consulta en una biblioteca. Al derecho y al revés, la observación le permite glosar con sutileza las huellas de Sarduy: la pintura leída y la escritura pintada.

El tercero, Quebrar las olas, resalta como todo un texto vibrante y exacto, tan doliente en su observancia de la figura que se descubre, la poeta puertorriqueña Julia de Burgos, como cautivador en su refinada y conmovedora percepción es ejemplo de una solicitud que siempre ha recorrido el trabajo de Maggie Mateo: ese «Mare Nostrum» que ampara el perfil de las Antillas, nombres y obras que siempre han merecido su mayor atención. Vale recordar lo que dice en la entrevista ya citada: «Los autores latinoamericanos y caribeños son los más cercanos a mí. He dedicado muchos años a la lectura, el estudio y el disfrute de esas literaturas. (…) Me gusta dialogar con esas voces. (…) Y lo hago a veces de modo más explícito, otras más veladamente».

El cuarto y último, Juego de orcos —la joya de este volumen cuidadosamente editado por la escritora Laura Ruiz— puede ser leído —y especialmente por los iniciados en el disfrute de la obra de Margarita Mateo— como una apostilla a su novela Desde los blancos manicomios, que conforma su tríptico por excelencia junto a Ella escribía poscrítica y Dame el siete, tebano. Como una transcripción femenina del personaje de Stephen Dedalus, o si se prefiere, una deferencia transversal con Joyce y sus Dublineses en clave habanera de El Vedado hay una traducción al español de quien fuera célebre vecino de esa zona, Guillermo Cabrera Infante—, la autora se asoma a través del espejo —como Alicia la de Lewis Carroll—: la evocación se desplaza en patines.

Escritura sin rumbo hace posible el encuentro de la astucia del ensayo y el arrojo de la ficción al cual se hacía referencia al comienzo de esta columna. Pero, seguramente, algún lector podría inquirir con ahínco sobre si hay preponderancia de alguna de esas dos posibilidades, si tiene mayor énfasis el trabajo de la ensayista o el despliegue de la narradora. Maggie Mateo podría decir, como Milan Kundera, que «lo bello, lo feo, lo sublime, lo cómico, lo trágico, lo lírico, lo dramático, la acción, las peripecias, la catarsis… (…) son pistas que conducen a distintos aspectos de la existencia inaccesibles por cualquier otro medio». Así las cosas, he aquí lo afortunado del arte de la memoria cuando Maggie Mateo regresa como narradora.

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