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La incineración de basura en la ciudad de Holguín es una práctica irresponsable y peligrosa para la salud de los citadinos. Foto: Yamila Pupo Otero/Archivo

Holguín, la ciudad del humo

Las arañas se escondían debajo de mis piernas y yo, sin rumbo, con los ojos cansados, cargando una lesión en la córnea derecha, pude sentir que las pisaba, y crujían, y maldecía el no poder dejar de pisarlas por ser tan pequeñas.

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Si el humo no me rodeara como un cáncer, hubiese podido verlas refugiadas bajo mis pies, corriendo porque como yo sentían la maldita circunstancia del humo por todas partes.

Aunque no lo creía, sabía del malestar continuo, hubiese sido mejor ese cargo de conciencia por aplastarlas, primero vino el acostumbrado catarro, luego todo se complicó a una neumonía, más tarde las auras daban vuelta sobre mi cabeza y no las veía por la insoportable niebla de gases que engullía la casa.

Mientras tres cuerpos grasientos quemaban basura con el sonido de alguna canción inaudible de fondo, la putrefacción rodeaba más de 400 casas. Ellos disfrutaban sudar litros de grasa, abrir la boca, tragar humo, moscas, arañas con sus cinco sentidos puestos directamente en la ardua labor.

Cada uno entona paganinis o las estaciones de Vivaldi como en un típico concierto clásico donde tocan cucarachas y ratones las suaves melodías de El Perfume, un poco de la Francia que se yergue durante la historia de Suskind, esa que no huele a Chanel, pero no importa, me acostumbro al hedor del puerto como se acostumbraba Jean-Baptiste Grenouille.

Para el sexto mes en estado de descomposición me volvía falta de todo sentido. Sobre la cama mis pulmones negruscos, chamuscados, como aquella basura que cuerpos grasientos seguían quemando impunemente.

Todo comenzó a finales de enero, con la mansedumbre del aire frío. En junio, casi rozando el despertar de los flamboyanes, aquel fuego fatuo había consumido tres hectáreas de tierra infértil, donde nunca dejaron de acumularse desperdicios, donde tampoco dejaron de reunirse la gente del barrio a quemar su respectivo montón de basura, algo así como quemar tu pedacito; entonces ese desatino de aspirar humo, se convirtió en una droga.

Era la virginidad que comenzaba a perderse en la inconciencia, un burdel de estado escrito allá por los años 1769 por Restif de la Bretone y traído por descuido hacia costas cubanas que comenzaron a asentarse gracias a la ineptitud de otros cuerpos no menos grasientos.

La basura se prostituía y se multiplicaba, y yo, con las fuerzas que me quedaban cerré puertas, ventanas, deseché cigarros, y almacené cuánta agua pude, así, cuando mi casa formara parte de aquella frontera de deshechos y mi cuerpo se descompusiera por tanto humo, lo único que me salvaría de esos cinco sentidos putrefactos fuera la pureza y claridad de lo que algún día me rodeaba por todas partes, la maldita circunstancia del agua.

Yeema Martínez Yee
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