Desde lo alto de la Loma de la Cruz, donde antes solo se escuchaba el rumor del viento entre los laureles, ahora se percibe un zumbido diferente. Es el sonido de una ciudad que se reinventa. Holguín, la Ciudad de los Parques, famosa por la calidez de su gente y sus tradiciones hospitalarias, lleva años librando una batalla silenciosa que está redefiniendo el carácter de sus habitantes: la lenta decadencia de sus valores morales.
No hace falta buscar grandes titulares. La evidencia está en la esquina de las céntricas calles Luz Caballero y Arias, donde la «lucha» ha sustituido al trabajo como virtud; donde un joven pregona: «¡Hay pollo!» desde una puerta entreabierta, mientras calcula ganancias que un profesional no ve en tres meses.
El mérito, esa idea que impulsó a generaciones de holguineros a estudiar en la Universidad de Holguín o en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas, hoy compite con la astucia del «inventillo». «¿De qué me sirve el título?», pregunta un ingeniero ya jubilado, mirando con tristeza como su hija, graduada también, dedica más tiempo a su «negocio» de vender jabones, perfumes y maquillaje importados que a su profesión.
El tema es la supervivencia. «Antes, si un vecino no tenía café, tú le llevabas una tacita. Hoy, le vendes el paquete a 250 pesos», comenta una mujer mayor entre las tantas conversaciones eco en el transporte público. La solidaridad, un valor tan arraigado en el pueblo cubano, se ha vuelto transaccional. Se ayuda, pero con un cálculo de costo-beneficio. La honradez se guarda como una reliquia familiar, pero no siempre es un lujo que la gente común se puede permitir.
La doble moral campa a sus anchas. Se critica al que «roba» en el trabajo, pero se le compra lo robado porque es más barato. Se habla mal de la joven que sale con un turista en Guardalavaca, pero no del dinero que lleva a su familia. En una tierra donde el orgullo y la dignidad son bandera, la necesidad ha creado una moral elástica, capaz de estirarse hasta justificar lo que antes era inexcusable.
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La educación, que otorga orgullo a la provincia, sin embargo sufre el mismo desgaste. Es lamentable que, para muchos alumnos, el modelo a seguir ya no sea el médico o el maestro, sino aquel que tiene un carro particular y puede viajar a La Habana para traer mercancía. El mensaje subliminal es claro: el conocimiento ya no es el camino principal hacia la prosperidad.
Algunos argumentan que Holguín no está perdiendo sus valores, sino adaptándolos. Que la famosa inventiva del holguinero, esa que le permitió crear soluciones únicas en tiempos de escasez, es la misma que hoy le exige navegar un mar de vicisitudes. Es posible. Pero no se trata de la decadencia estridente de una ciudad, sino la de un pueblo bueno que se ve forzado a sobrevivir en medio de un escenario muy adverso.
Es la grieta en la estatua de un parque, el brillo que se apaga en la mirada de quien tuvo que elegir entre ser «honesto» o ser un padre que provee. Holguín, la Ciudad de los Parques y las tradiciones, está perdiendo lentamente su alma en el intercambio obligado con la realidad. Y esa, quizás, es la decadencia más dolorosa de todas.
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