Decía un casi —en estos tiempos— desconocido escritor argentino llamado Enrique Anderson Imbert (1910-2000) que «el cuento es una ficción en prosa, breve, pero con un desarrollo tan formal que, desde el principio, consiste en satisfacer de alguna manera un urgente sentido de finalidad». Tal aseveración, lleva sin embargo una interpelación atendible a propósito de quienes trabajan con ese género literario: hay una meta apremiante para quien se embarca en hacer posible la escritura de un cuento.
La muy triste y devastadora noticia del reciente fallecimiento de Félix Sánchez Rodríguez —y añado: un viejo amigo entrañable, un maestro perfecto, un conversador inigualable, un escritor exacto—, el pasado sábado 26 de julio en Ciego de Ávila (había nacido en el pueblo de Ceballos de aquella provincia en 1955), viene a quitarle a la literatura cubana la figura centelleante de un autor que, libro tras libro (y con tantos lauros conquistados a pulso firme de buena escritura), era una presencia maravillosa.
No hay frase mejor para definir a Félix que «la vida es contar». Para este cubano de honda cepa, tal presupuesto era santo y seña de la razón de sus días; aun cuando no tuviera ni siquiera una libreta y un bolígrafo entre las manos para apuntar lo que luego se convertiría en narración, su mirada y su oído estaban siempre listos a los resquicios más insospechados del vivir. Todos sus libros nacen de esa condición: cuentos o novelas, hay en ellos el sello íntimo de quien sabe observar y escuchar con extrema precisión.
«Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre», sugería el gran Augusto Monterroso —artífice de esa joya que es El dinosaurio— en el primer mandamiento de su Decálogo del escritor, y tal opinión no resulta ligera, más cuando se convierte en seña de un oficio ejercido con creces, como era el caso Félix. Vale recordar esas maneras que él dominaba con prestancia, heredero desde Las mil y una noches hasta Chéjov, Hemingway y Arreola —entre otros— del cuento convertido en expresión literaria de altísimo ingenio.
Así las cosas, a la hora de saber contar, la descendencia del Infante Don Juan Manuel con su Libro de los ejemplos, y de Giovanni Boccaccio con su Decamerón, camino propenso a las bifurcaciones más inesperadas, tenían en él a un artesano extremado y dichoso de esa pasión legendaria del contador de historias, el que oye y luego traba conversación y finalmente escribe, para que tal disposición mantenga su energía. Es en ella, precisamente, donde mejor colocaba Félix Sánchez los dispositivos de sus cuentos.
Aunque también publicó un puñado de novelas —entre sus cotas más altas se halla Tulio y los elefantes verdes, la original y astuta iniciación de un corredor de fondo que, en los años ochenta del siglo pasado, anhelaba ganar una carrera de maratón cuyo premio era un viaje a la República Democrática Alemana de entonces—, Félix fue, por excelencia, un gran cuentista, triunfador en casi todos los premios que se otorgan en Cuba a la hora del género. Y no con libros al azar, sino con títulos que recogen piezas de altísimo nivel.
Aparte de la mirada compasiva con que desarrollaba historias y personajes, Félix se instalaba lejos de lo corriente —no obstante perfilar muchas veces pormenores de una realidad ubicua— para entregar una cuentística enjundiosa. En su nómina de lauros, lo confirman, entre otros, libros como La suerte de Diana (Premio Fernandina de Jagua 2010), Detrás de las palabras (Premio Milanés, 2011), Figuras contra el viento (Premio Guillermo Vidal 2012) y La mirada oblicua (Premio Ciudad de Matanzas 2016).
Con el que fuera su último libro más relevante, El corazón desnudo, Premio Alejo Carpentier de Cuento en 2018, llegaba a su bibliografía activa aquella suma de quince piezas en las que, como sugiere su título, el centro mismo de conflictos y protagonistas está despojado de todo lo que no sea su propensión a revelar la intimidad más severa de cada circunstancia, aunque sin perder de vista lo sensible que atañe a un contar prudente, sosegado, presto a hacer del lector un copartícipe atraído por el juicio más ecuánime sobre lo narrado.
Félix incitaba con ese título a un recorrido en el que toda certidumbre anticipada quedaba excluida —el exergo de Antonio Tabucchi, tomado de su novela Réquiem, lo advierte: «No me dejes solo entre personas llenas de certezas. Esa gente es terrible»—. Algunos ejemplos: unos rateros al estilo de un policial televisivo (Caballeros de la noche); unos atracadores de ancianos desamparados (Los cazadores de almas); o unos militares al acecho de contrabandistas en un tren nocturno (Los llamados de la selva).
Tres relatos en El corazón desnudo resultan ejemplares: Ese día tan húmedo del funeral —los hijos de un funcionario honesto que, tras las honras fúnebres de su padre, descubren aristas impensadas de su vida—, Ave de paso —las expectativas que genera en los medios de prensa la realización «de un gran experimento nacional»—, y muy especialmente, La sonrisa ajena, en torno a un payaso que es contratado para cumpleaños, personaje entre la pillería más desenfadada y el desamparo más punzante.
Hay un detalle que resalta en los cuentos de Félix —y ello está evidenciado de maneras más o menos explícitas—, y es el hecho de cómo supo aprovechar las lecciones de sus mayores, el discípulo que se deleita con el único aprendizaje posible para su faena: ser «lector cómplice» —como decía su admirado Julio Cortázar—, como si el mismísimo Félix viniera de las alcobas de Scheherazada, o tal vez de la Florencia de 1348, donde ha compartido con siete mujeres y tres hombres las jornadas del Decamerón.
En unas notas de los Diarios de Franz Kafka, fechadas el 27 de enero de 1922, el autor no sólo de novelas imperecederas sino también de transcendentales cuentos, señala: «Observación de los hechos al crear una forma superior de observación; una forma superior, que no es más aguda y que cuanto mayor es su superioridad, tanto más inalcanzable es (…), tanto más independiente se vuelve (…), tanto más imprevisible, gozoso, ascendente es su camino». Era esa la vía por donde se desplazaba con certidumbre el feliz contar de Félix.
Muchos son los recuerdos: desde su presencia una madrugada en la terminal de ómnibus de Ciego de Ávila, esperando mi llegada de Holguín, con un préstamo de libros, pasando por la Feria del Libro de Santa Clara en 2018 junto a amigos muy queridos como Sigfredo Ariel, Atilio Caballero y Jorge Rodríguez —con ellos formábamos un lujoso quinteto—, hasta las llamadas telefónicas no pocas veces diarias en la época infausta de la pandemia… Para siempre con nosotros ese amigo del alma: un cuentista legendario, un inolvidable caballero.
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