“El pasado no vuelve. Nada aguanta la marcha del tiempo”. Tal aseveración, recalcada con ímpetu en la voz de ella, nerviosismo tras muchísimo tiempo de permanencia de él a su lado que pronto se derrumbará, es rematada cuando añade con esta pregunta: “… ¿podrás reconocer las casas, tus casas?”. Es entonces cuando él da la respuesta que sostiene la clave de su destino: “Tú misma has dicho que llevo en mí la isla”. Todo ello forma parte de una de las veintiséis conversaciones fugaces y colmadas de perfección que constituyen Diálogos con Leucó, el libro que más quería de los suyos Cesare Pavese.
Para aquel poeta italiano (Santo Stefano Belbo, 1908 – Turín, 1950), el diálogo entre la cautivante mujer y el astuto náufrago llegado a las costas de sus dominios, adquiere una prestancia muy particular para definir a tan legendario personaje: Odiseo —“varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo (…) y padeció (…) gran número de trabajos en su navegación”, tal como lo describe Homero al comienzo de su historia—, presto a decir adiós a la bella Calipso, quien a lo largo de siete años lo ha retenido consigo en sus posesiones.
Leída y releída sin agotar ni uno solo de sus veinticuatro “cantos” (sus capítulos correspondientes), desde el siglo VIII antes de Cristo hasta los días que corren, la Odisea es mucho más que una obra señera de la literatura universal, fondeada en sus remotos orígenes de la épica griega, pues resulta además un espejo en el que las diversas generaciones de cualquier latitud, pueden verse; una dilatada y sinuosa travesía que va desde las situaciones más difíciles al reencuentro con el hogar: el viaje único e indivisible de su protagonista, un retorno plagado de asombros y dificultades, de claridades y tinieblas.
Y en el centro, Odiseo (conocido como Ulises en la tradición latina), rey de Ítaca, “fecundo en ardides”, al decir del adivino Tiresias cuando aquel desciende a la morada de los muertos, para indagar con el anciano ciego cómo será su vuelta a casa: vaticinio que se desplegará cual suma de aventuras, tan asombrosas como ejemplares, de quien con su ingeniosa invención del gran caballo de madera como ofrenda de la diosa Atenea —en cuyo interior iba un “comando élite” de cuarenta guerreros griegos encabezados por él—, abrió las puertas de Troya (o Ilión) a sus sitiadores, y con ello la caída de la ciudad.

Tentadora por excelencia entre los grandes mitos de la civilización occidental, devenir de la memoria en acto y palabra, la Odisea es constante que acompaña más allá de la literatura, sus perspectivas nunca concluyen, suscitan nuevas líneas que añaden comentarios, siempre estimulantes, reencuentros con esa historia que es parte esencial de la remembranza que sostiene nuestra ascendencia cultural: “Cuando salgas de viaje para Ítaca, /desea que el camino sea largo, /colmado de aventuras, de experiencias colmado”, bien afirma C.P. Cavafis en unas estrofas que resaltan la impronta del héroe legendario.
En aquel texto del célebre poeta griego de Alejandría, anidan las claves que advierten el carácter del peregrinaje de Odiseo, fuente de hondura existencial que cautiva e ilustra a lo largo de los siglos. No está de más recordar otros versos al respecto: “Desea que el camino sea largo” (…). “Mantén siempre a Ítaca en tu mente. /Llegar allí es tu destino. /Pero no tengas la menor prisa en tu viaje. /Es mejor que dure muchos años /y que viejo al fin arribes a la isla, /rico por todas las ganancias de tu viaje, /sin esperar que Ítaca te va a ofrecer riquezas”. No: no habrá otra fortuna que no sea el aprendizaje alcanzado.
Todo lo anterior viene a favor de una película sobre la Odisea que ocupa las carteleras y las redes en estos tiempos: The Return (El regreso), dirigida por el italiano Uberto Pasolini (Roma, 1957) y producida por Netflix en 2024. Pero esta vez, a diferencia de otras ocasiones, la trama no abarca todo el trayecto del personaje o parte de esa ruta en la vuelta a su morada, sino que se circunscribe al arribo de Odiseo a Ítaca, su etapa final frente a los pretendientes que devastan sus posesiones y amenazan a la sufrida Penélope, al joven Telémaco, todo bajo el caos reinante que recibe tras veinte años al rey.
Protagonizada por dos auténticos pesos completos en el ring de la actuación cinematográfica, el británico Ralph Fiennes y la francesa Juliette Binoche, como Odiseo y Penélope, The Return, más que el episodio concluyente de las andanzas del ingenioso guerrero y navegante, se propone como una pieza de teatro que mucho recuerda a dos películas de Pier Paolo Pasolini, El Evangelio según San Mateo y Edipo Rey: los personajes en los actos que conforman la obra, interiores y exteriores escuetos, lo nativo más incisivo como definición de las escenas, la rusticidad de los ambientes, la cauta distinción mediterránea.

La mirada discretamente contemplativa que propone el director como sostén de su relato, se afirma en una plenitud sin rodeos, al desplegar una encomiable mesura narrativa que tiene su cima en los desempeños de Fiennes y Binoche: un Odiseo molido corporal y mentalmente por los años de guerra y navegación, enfrentado a contingencias de todo tipo, y una Penélope cansada y dubitativa a merced del acoso de los interesados en seducirla; el primero, con sus mejillas ceñudas y un semblante sombrío, y la segunda, afincada en una parquedad sin concesiones que sostiene su ánimo con largos silencios.
A diferencia de otras versiones como Ulises (1954), del italiano Mario Camerini, con el norteamericano Kirk Douglas y la italiana Silvana Mangano; y las dos con el título de La Odisea, una del italiano Mario Bava, en 1968, con el yugoslavo Bekim Fehmiu y la griega Irene Papas; y otra del ruso Andréi Konchalovski, en 1997, con el norteamericano Armand Assante y la italiana Greta Scacchi, la que ahora se está viendo resulta más cercana al espíritu originario de la obra, y sobre todo a las glosas más acreditadas que la acompañan con el interés de sus lectores. Así es el regreso de Odiseo.
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