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Cuando la música se convierte en ruido contaminante

Resulta abrumador detenerse apenas unos segundos en la amalgama de normativas y legislaciones que en Cuba intentan regular ese flagelo considerado como enemigo público: el ruido. Este fenómeno creciente nos acompaña durante la mayor parte del día. Aun en las noches, extiende sus decibeles desde un potente bafle, de esos que tanto abundan en nuestros barrios, convirtiéndonos en rehenes de melómanos entusiastas.

Tal ruido cruzado, confuso y ensordecedor, que lo mismo lanzan al aire los dependientes de un servicio público que sus clientes, convirtiendo estos lugares en sus propias discotecas. Si bien muchos lo sufren, al parecer sus dañinos efectos se asumen ya como batalla perdida. Por ello nadie se inmuta apenas ante aquella motorina que proyecta a los cuatro vientos el último reguetón de moda en plena madrugada.

Estos verdaderos ataques sónicos son objetos de fuertes críticas y encuentran en la legislación cubana figuras que los condenan, a la vez que establecen sanciones destinadas a reducirlos;  teniendo en cuenta los daños que provocan en la salud humana, los bienes y el medio ambiente.

La Ley 81/97 dictada por el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente Citma, en su precepto 147, señala: “Queda prohibido emitir, verter o descargar sustancias, disponer desechos, producir sonidos, ruidos, olores, vibraciones y otros factores físicos que afecten o puedan afectar la salud humana o dañar la calidad de vida de la población”.

Por su parte, el Decreto Ley 200/99 para Contravenciones en Materia de Medio Ambiente, en su artículo 11 expresa que se consideran violaciones los ruidos, vibraciones y otros factores físicos, y se impondrán las multas que para cada caso se establezcan.

Según el Artículo 170 del Código Civil cubano: “Las relaciones de vecindad generan derechos y obligaciones para los propietarios de inmuebles colindantes. El propietario de un bien inmueble debe abstenerse de realizar actos que perturben más allá del límite generalmente admitido, el disfrute de los inmuebles vecinos”.

Entre tantas otras legislaciones, resulta evidente que el país dispone de una amplia batería de normas para determinar desde el nivel sonoro permisible hasta el control de los ruidos innecesarios, teniendo en cuenta los daños fisiológicos, psicológicos y sociales que ocasionan. Pero ¿Quién vela por el cumplimiento de estas normas? ¿Quién hace algo al respecto?

“La música es la más bella forma de lo bello”, sentenció el Maestro José Martí; pero bien puede transformarse en un punzante instrumento que taladra los sentidos, sobre todo en la quietud de los horarios menos adecuados.

Sin duda, seríamos un mejor país si nadie agrediera el espacio físico de la comunidad; pero ello forma parte de esa ensoñación que te cubre con su manto de cansancio, cuando al amanecer sacas la cuenta de que no dormiste bien, entre otras tantas cosas, por sucumbir hasta altas horas a la estruendosa música del vecino o de la motorina que se parquea en la calle, como si fuera su casa, y difunde la música a su antojo.

Como siempre sucede ante el nulo enfrentamiento a estos males que pululan en la sociedad, llegará el momento en que no logremos comunicarnos en nivel bajo como personas civilizadas; y el silencio será solo esa palabra inalcanzable, oculto para siempre en un lugar recóndito de nuestras mentes, del cual nunca más podremos disfrutar.

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