Si el café no hubiera llegado a Europa en el siglo XVI, lo más probable es que la creación del molinillo sería otra; de ocurrir así, la gran pintora Remedios Varo, nacida en la localidad catalana de Gerona, España, en 1908, y establecida en Ciudad de México desde 1941, hasta su fallecimiento en aquellas alturas en 1963, no habría pintado su Papilla estelar, polvo de luz que muele una mujer para alimentar a una luna enjaulada, legendaria estampa de una creadora surrealista que ilustra la cubierta de Luna del ciervo, el más reciente título de la poeta Maribel Feliú (Holguín, 1963).
La poesía, pero también la narrativa —ambas entrelazadas, energía expresiva que permuta roles con perspicacia, para salvaguardar el soplo de la palabra y las vías que domina—, son parcelas en las que la autora levanta sus pasiones más acendradas, siempre como sumario de lo intrínseco que alienta desde los reservorios que detallan una vida, en esta ocasión un destino que reclama no sólo su lugar en el orden de la remembranza, sino igualmente lo posible de su persistencia como asunto de comprensión y, desde luego, entraña misma de la propensión a que sea médula del poema.
Autora de libros de cuentos como La carne reza (2012), en el que se abren sucesos y personajes instalados desde una curiosidad narrativa muy esquiva a clasificaciones habituales, para deslindar historias de tropiezos y extravíos, ligazones y rupturas, melodías y goces, que se extienden en un muestrario tan variado como casual, su quehacer a la hora de la poesía, sin embargo, se afirma en parcelas de escritura en las que el verso más libre, colinda con la notación más inesperada, lejos de cualquier ritmo planeado; hay así el afortunado fluir de la evocación siempre a flor de piel.
En Luna de papel (Ediciones Holguín, 2022), lo antes apuntado alcanza un despliegue muy explícito; a lo largo de tres secciones (Fuegos del destino, Paisaje familiar, y Evocaciones), la poeta demarca un recuento que, al decir de Kenia Leyva, la editora del libro, en su nota de contracubierta, distingue el espacio en que se sustenta: “La cotidianidad es terreno fértil donde crecen miedos e incertidumbres”. Es así como “el camino en donde, sin dejar /huella, se dejó la vida entera” —como proponen unos versos de Dulce María Loynaz que abren esas páginas— se convierte en suma de eventualidades.
Veintidós poemas conforman Fuegos del destino, y tal como indica, se trata de una perspectiva a lo largo de diversas estaciones que, sin necesidad de un orden cronológico, viene a ser una prueba de ruta en la que se va colocando cada instante para situarse en sus esencias, relación poética de tal destino que lo define con intuición; allí la melancolía y los apetitos del cuerpo y sus mudanzas, se entreteje con la reminiscencia y los términos del ánimo y sus obsesiones, cartografía vivencial que revela “historias de fatigas y recuerdos /clavadas en la memoria /como piedras milenarias a orillas de un río”.
Por su parte, los ocho textos de Paisaje familiar, son un recto y notorio álbum de retentivas, paseo doliente y afectivo, apuntes que ilustran un avezado temperamento: por ejemplo, las trazas de Delirios que arriman su huella —“Se abren los portones de la noche, el bosque es inmenso, oscuro, frío. Duermo o creo dormir, entra mi abuela loca dando gritos de pavor…”— o la rememoración de La casa de la infancia —“los aguaceros, lluvias intensas de granizo cayendo sobre el techo de cartón…”—, la vista que se despliega es lacerante y concluyente. En extremo inolvidable resulta El árbol milagroso:
“Padre se sentaba en un taburete bajo la mata de eucalipto. Aquel árbol milagroso que sus hojas ayudaban a los hijos a quitar la falta de aire y la gripe de aquellos inviernos duros. Hablaba de su abuelo cuando hizo la travesía desde Cataluña, cruzó el océano en barco, escondido en un barril. Desembarcó por las aguas de Baracoa. Peleó en la guerra del 95, cuando murió lo enterraron con todas las medallas.
“Padre degustaba las palabras y el paisaje era un verdadero paraíso. Fumaba largas horas y luego de quedar en absoluta soledad, se metía en sus pensamientos…
“En silencio escalaba el árbol, terminaba suicidándose. Y continuó haciéndolo la vida entera.
“Y yo (la niña) gritaba. Aun, puedo verlo… Colgado”.
Los cuatro poemas de la sección final, Evocaciones, resumen la actitud de una mirada que abre su escritura sin trabas, a la vez briosa y concluyente: Pasiones —“Ardí en camas sin nombres ni cuerpos. /Sobreviví como fugitiva acumulé los olvidos…”—, El ciervo que me mira —“El alma es el imperio de la bruma…”—, Canción del solo —“…canto hecho con las caricias hinchadas bajo la piel /de fuegos clandestinos…”—, y Nace lo secreto —“…el hueco en mis manos es cada vez más profundo…”—; cuarteto que define el cierre, lo posible de un arqueo de recuentos vivenciales beneficiado por una escritura fiel.
El título no puede ser más explícito, más perfecto en su definición: Luna del ciervo. El simbolismo de la luna es muy amplio, de estimulante complejidad a favor de la metáfora; entorno refulgente que favorece para lo expedito de una circunstancia —y tal es el caso de este libro—. Alguien que la frecuentó no poco a la hora del verso, el gran Jorge Luis Borges, escribió en breve poema sobre ella que le dedicara a su esposa María Kodama: “Hay soledad en ese oro. /La luna de las noches no es la luna /Que vio el primer Adán. Los largos siglos /De la vigilia humana la han colmado /De antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo”.
Por otro lado, el linaje poético del ciervo, celebrado desde los tiempos de las antiguas civilizaciones, tanto griega como romana, gracias a las peculiaridades de su figura —beldad, apostura, vivacidad—, tenido por las culturas medievales como representante de la virtud y la soledad, afirma con su representación lo imperioso de los valores humanos más sobresalientes frente a contingencias y peligros. Es así como desde las dos alegorías, lo celeste y lo terrenal afirman su realce, para que Maribel Feliú convide a encontrar desde la intimidad que se distingue, a la poeta de la luna y el ciervo de la poeta.
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