Thomas Mann
Thomas Mann. Foto: Tomada de Eterna Cadencia

Cien años en La montaña mágica

“Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas”. Tal es el inicio de la obra narrativa que por estos días arriba al centenario de su publicación; se trata de una de las arquitecturas fundamentales del arte de la novela, cuya huella no solamente es perdurable, sino que extiende su sombra más allá de la literatura para nombrar los ejes de la civilización: La montaña mágica, de Thomas Mann (1875-1955).

El personaje al que se alude en ese comienzo es un joven de veintidós años, estudiante de ingeniería naval: se llama Hans Castorp, y va a visitar a un primo de su misma edad, Joachim Ziemssen, alumno en una academia militar, quien lleva cinco meses tratándose una tuberculosis en un sanatorio de los Alpes suizos, a mil quinientos treinta metros de altitud. Hans tiene prevista una estancia de tres semanas, cumpliendo estrictamente con lo planificado para las rutinas del lugar, pero permanecerá allí, algo extraordinario, siete años.

¿Qué le sucede a Hans para permanecer durante tanto tiempo en aquel sitio?; ¿Por qué cambia radicalmente, decidiéndose a favor de un periodo más dilatado, en un entorno poblado por infectados y moribundos? Allí la diligencia cotidiana consiste en pasear por aquellos paisajes, conversar con los internos, respirar el aire puro, velar por la salud, cumplir estrictamente con los horarios de desayuno, almuerzo y cena, toda una lógica existencial alejada de los usos citadinos, anclada en potestades que son ajenas a la normalidad.

Se trata del dominio de una perennidad detenida, donde impera la enfermedad y la muerte, a la sombra de la desidia y la sugestión, un duplicado de la vida corroído hasta lo más intrínseco del ser, para resaltar una panorámica de lo humano y sus interrogaciones. Es ahí donde Thomas Mann ubica uno de los microcosmos narrativos más fascinantes del siglo veinte, desplegando una suma de tramas y seres que retratan esa época tan precisa: las semanas europeas inmediatas al comienzo de la primera guerra mundial.

En esas alturas donde parece que nunca pasa nada, el tiempo se calcula a través de situaciones cotidianas, con personajes cuyos perfiles se acrecientan al paso de los días: una paciente llegada de las fronteras del Cáucaso, la bella y exótica Clawdia Chauchat; el inflexible doctor Behrens, director de aquella clínica, y su lúgubre asistente el doctor Krokovski, obsesionado con el psicoanálisis; la inclemente enfermera Adriatica von Mylendonk; y el arrogante magnate holandés Pieter Peeperkorn, son ejemplos entre otros.

Punto y aparte en esa galería de pacientes del sanatorio, tan variados como perdurables, son un escritor italiano de hondo calado humanista, Lodovico Settembrini, apasionado de los mitos griegos y de Mozart, y un profesor de origen polaco y ascendencia judía, Leo Naphta, cuyos juicios abordan con igual soltura la estética de las pinturas medievales o las teorías astrofísicas: las conversaciones de ambos son uno de los puntos más altos e inolvidables en la expansión de ideas e inquietudes que tasan el vasto horizonte de la novela.

Poco a poco, Hans Castorp se irá trasmutando en uno de los “huéspedes” más encajados en aquel mundo de las dolencias pulmonares y sus adyacentes tan insospechados, entregado a los diálogos y los abatimientos, las incertidumbres y las evidencias, las quimeras y las reflexiones, para terminar apresado por un inconsciente reflejo descarriado que lo incitará a contraer la tuberculosis, suerte de licencia para continuar en el sitio más allá de lo permisible, pasando a ser un convaleciente, y en ello también el ingreso a los placeres y las dudas del amor, abrigado por el hechizo que ejerce sobre él Clawdia Chauchat.

Junto al afecto que lo une a su primo Joachim —en cuya figura, por cierto, el novelista plasma a aquellos jóvenes que sucumbieron al horror en la gran contienda bélica entre julio de 1914 y noviembre de 1918—, Hans Castorp, aparte de su presencia atenta y participativa en las tertulias entre Settembrini y Naphta, alcanzará su definición mejor en uno de los momentos más proverbiales de la novela: su declaración de amor a Clawdia Chauchat, escrita en francés por Mann en medio del torrente de su alemán original.

“Oh, el amor, ¿sabes…? El cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen más que una. Pues el cuerpo es la enfermedad y la voluptuosidad, y es el que hace la muerte; sí, son carnales ambos, el amor y la muerte, ¡y ése es su terror y su enorme sortilegio!”. A partir de ahí, Hans, se dilata en un extenso y delirante inventario del cuerpo, para concluir: “Déjame sentir la exhalación de tus poros y palpar tu vello, imagen humana de agua y albúmina, destinada a la anatomía de la tumba, y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos”.

Thomas Hann, escritor

Escrita a lo largo de doce años, entre 1912 y 1924, La montaña mágica terminó siendo un volumen de mil páginas, publicado cuando su autor estaba apenas a menos de un año de sus cincuenta; tan grande faena intelectual, como advirtiera Marguerite Yourcenar, afirma “el meticuloso realismo de Mann, ese realismo obsesivo que caracteriza con tanta frecuencia la visión alemana, y que sirve de agua madre a las estructuras cristalinas de la alegoría; también sirve de lecho a la corriente casi subterránea del mito y del sueño”.

La autora de Memorias de Adriano indicaba que “la escritura de Mann tiende no sólo a conservar con todo rigor la estructura lógica del lenguaje, sino también a ponderarla”. Y añadía: “La montaña mágica es la descripción exactísima de un sanatorio de la Suiza alemana hacia 1912; es también una suma medieval, una alegoría de la Ciudad del Mundo; finalmente, es asimismo la epopeya de un Ulises del abismo interior, entregado a los ogros y a las larvas, que aborda dentro de sí la sabiduría a la manera de una modesta Ítaca”.

Finalmente, recordar que otro gran lector de esta novela, Alejo Carpentier, dos días después de la muerte de su autor en Zürich, al dedicarle su columna Letra y Solfa del diario El Nacional, de Caracas —ciudad en la que entonces residía— el 14 de agosto de 1955, apuntaba que “Thomas Mann barajaba las categorías de tiempo, buscando las constantes humanas, la permanencia de los mitos, los móviles perennes de toda acción, tanto en el presente como en el pasado”. Tal afirmación se celebra con estos cien años en La Montaña mágica.

Eugenio Marrón Casanova
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