“La memoria es la dueña del tiempo”. Con ese viejo refrán, hace cuarenta años, un poeta que también es narrador, abría las puertas a una colección de ensayos suyos, divididos en dos partes tan rotundas como abarcadoras, Testimonio y Raíces. Una suma de piezas que transitaba, con parejas solicitudes de airosa escritura y puntual observancia, por parcelas como La novela testimonio, La función del mito en la cultura cubana y Las divinidades yoruba en la santería cubana, entre otras. El título del libro, La fuente viva, bien define la faena de su autor, Miguel Barnet (La Habana, 1940).
Un poeta que también es narrador: al definirlo de esa forma, puede ocurrir que para quien lo conoce de modo especial por sus novelas y relatos, le sorprenda ver la condición de “poeta” antes que la de “narrador”. Pero lo cierto es que no sólo desde tal vocación, afirmada en más de una decena de títulos, sino también en un peculiar modo de asomarse al entorno insular y sus relaciones más diversas, se afirma la pasión por narrar, que en el caso suyo bien puede hallarse en el entramado de cada una de las historias donde los protagonistas de sus cuatro novelas testimonio deslindan profusas remembranzas.
Es esa dicción intransferible, singular, asentada en individualidades que son la evocación de un destino y la esencia del tiempo donde se fija su camino, la que otorga lo distintivo a los personajes que conforman el mapa de la novela en clave testimonial según Miguel Barnet, cartografía entrañable en la que cada paraje y sus detalles se ponen de relieve, para que hasta lo más mínimo del carácter y su raigambre en un entorno preciso, a la vez que identidad de seres enfrentados a los vaivenes más insospechados de la historia, sea también fragmento luminoso que exalta una manera de narrar.
El título inaugural es en primer lugar el resultado de uno de los encuentros más notorios, a la hora de la creación verbal cubana, que ha tenido lugar entre escritor y personaje, en este caso un joven de poco más de veinte años el primero, y un anciano que empieza a rebasar la centuria el segundo. Desde la intimidad de un tiempo a la vez lejano y abrasador, tiempo que se inscribe en el vórtice de las luchas independentistas del siglo XIX, la voz de Esteban Montejo —incitadas sus recordaciones por un oyente solícito— se convierte en un arriesgado proceso de escritura donde palpita la oralidad.
En esa historia única que es Biografía de un cimarrón (1966), Miguel Barnet alcanza, con energía que se afirma en lo indomable, un poder de seducción que recupera, con esplendor cautivante, una época señera en la historia de Cuba. La plantación y el patronazgo, la esclavitud y el barracón, la insumisión y la guerra, convergen en este libro con el monte y las deidades, el mito y las costumbres, el recuerdo y las ensoñaciones, todo llevado en la piel y en el alma, a prueba de látigo, cepo y grilletes, para poner de manifiesto una fortaleza asentada en un amor a la libertad que lo desborda todo.
“Hay cosas que yo no me explico de la vida”, dice Esteban Montejo al principio de esta Biografía, en la que su voz se permuta en esa otra voz que, desde la palabra escrita, logra conservar el encanto y la seducción de aquella oralidad casi primigenia, transmutada por el escritor en materia verbal de altos quilates. Gracias a ello, los días de la esclavitud en el siglo XIX y la lucha por emanciparse, adquieren un brío que, al margen de las peculiaridades de aquel anciano de 104 años y su carácter, revela las aristas de lo humano expresadas en situaciones límites, para mantener la soberanía de su designio.
Es aquella soberanía, siguiendo las huellas a tan peculiar biografiado, en un dilatado y difícil camino de aprendizaje —contado siempre en primera persona—, la que mejor identifica los rumbos que fijarán los derroteros de la nación cubana en el corpus narrativo de Miguel Barnet: una vedette de los años veinte del siglo pasado en Canción de Rachel (1969), un inmigrante español en el alba de aquella centuria que llega a la isla en Gallego (1983), y un cubano que emigra a Estados Unidos a mediados del siglo XX en La vida real (1986); los personajes se sustentan en el conocimiento más fiel de cada ámbito.
Curiosamente —y a propósito de la expresión ya apuntada que abre Biografía de un cimarrón—, hay en la obra novelística del autor una constante como detonador: la frase del principio —lo que el escritor israelí Amos Oz, en su jugoso ensayo La historia comienza, ha llamado “el contrato inicial” — resulta el mejor anzuelo. Los comienzos de las otras novelas-testimonio suyas, donde vida y ficción se fecundan mutuamente, así lo aseveran: Canción de Rachel (“Esta isla es algo muy grande”); Gallego (“Una idea fija cambia el destino de un hombre”); y La vida real (“Cada hombre es un mundo”).
La poesía es tal vez la condición más anhelada por Miguel Barnet, su afán porque sea, tal lo advertido por él mismo en su lejano poema Canto, “el más hondo de los ríos en el cuerpo abierto de la vida” a la hora de su obra: libros como La piedra fina y el pavorreal (1963), La sagrada familia (1967), Orikis y otros poemas (1980), y Mapa del tiempo (1989), son ejemplos entre varios, a los cuales vale añadir dos títulos suyos publicados bajo el cielo holguinero: Reloj de arena (Ediciones Holguín, 2011) y Consejos para no acatar (Ediciones La Luz, 2021). De ese último libro, un texto puede confirmarlo:
Las palabras
Ocurre que las palabras
me acarician el oído con su dulce crujir
Me clavan también su puñal venenoso
y luego desaparecen
como por arte de magia
Ellas son esquivas y me tientan
con la maña de un prestidigitador
A veces cuando las busco
llegan a hurtadillas
y me juegan una mala pasada
Tengo al menos el privilegio
de que aparezcan
cuando enmudece la noche
y solo ellas me importan
Que más puedo pedirle a la vida
Pobre del que no sienta en su oído
el dulce crujir de las palabras
“La familia me sigue con los ojos /Sienten piedad de mí /y me cuidan hasta de los aguaceros”, dicen los versos iniciales de La sagrada familia, poema que da nombre a uno de los títulos de este poeta que es también narrador: en él siempre es la constancia de un diálogo entre lo público y lo privado, entre el ayer que se acerca y el hoy que se aleja. Al parafrasear aquellos versos, vale decir que los ojos suyos, asomados a lo íntimo de tantas historias y sus protagonistas, las han salvado de los aguaceros del olvido. Bien lo ha asegurado Miguel Barnet, entre la novela testimonio y el poema.
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