Erián Peña, poeta holguinero
Erian Peña. Foto: Tomada de Ediciones La Luz

La hojarasca del poeta, las formas y las cosas

Resulta enigmático cómo el título de un libro puede evocar el de otro, cómo pueden encontrarse, por encima del tiempo, dos voces que, a primera vista, no guardan mucha analogía, aunque, cuidado, tienen cierta correspondencia: así me ha ocurrido con Hojarasca de las formas, de Erian Peña (Holguín, 1992), publicado recientemente por Ediciones La Luz, y con él, recordar La forma de las cosas que vendrán, de Luis Rogelio Nogueras (La Habana, 1940-1985), por la Editorial Letras Cubanas cuatro años después de su fallecimiento.

Bien se sabe que las hojas secas, cuando caen de los árboles, son seña de lo inútil, capas que cubren los suelos y se dispersan, detrito a merced del viento o del barrendero; sin embargo, para un poeta, todo aquello que no permanece en la frondosidad de su papelería a la hora de publicar, puede ser objeto de futuro examen o relectura en busca de la terminación más propicia, lo posible de esa hojarasca a la que alude Erian Peña, en cuya intimidad bien puede vislumbrarse esa forma a la que se refiere Luis Rogelio Nogueras.

Al respecto de tales coordenadas, vale añadir que no sólo la poesía, ocupa el quehacer literario de Erian Peña: con el mismo celo de ímpetu y potestad, se adentra en el ensayo y la crítica de arte, con indagaciones muy pertinentes, por poner ejemplos, en las obras de maestros de la pintura cubana como Jorge Hidalgo, Cosme Proenza y Rafael Zarza, o en los días cubanos de uno de los grandes de la fotografía del siglo XX, el francés Henri Cartier-Bresson, jugoso y espléndido texto laureado por los coterráneos del artista.

Portada, libro, Erián Peña, HolguínEl encuentro con Hojarasca de las formas, libro con tres partes muy bien delimitadas y, a la vez, con una interrelación tan segura como atractiva —ambas posibilidades desde el conocimiento de los derroteros a seguir, con sus ventajas y sus riesgos—, permite asistir a una suma que se adentra en los entresijos de la experiencia poética, a la manera de retrato muy personal del autor y sus circunstancias, o para decirlo mejor: autorretrato del poeta en familia, en progresión de vida y lectura.

La primera parte, Palabras de canje, tal como advierte, se anuda en torno a vocablos o frases que son permutables, usanzas que pueden convertirse en nuevas rutinas al calor de lo cotidiano, sus demarcaciones más imperiosas, entre el hogar y la calle, los apremios de una vida difícil, siempre como nervio de una escritura en la que la poesía apuesta por una prudente y atemperada narración: se trata de una agenda en la que se detallan las propensiones y los desasosiegos al filo de la indolencia que signa el paso de las horas.

Trece textos conforman esas Palabras de canje —aparte de una brevísima introducción y un cierre donde el poeta guarda el sueño de su amada, a la manera de un obsequioso bardo medieval—; trece poemas narrados con veracidad, por la mirada de un reportero tozudo y fehaciente —no en balde el autor es también un sagaz periodista—, que sabe precisar la esencia de los detalles: “Cuando desaparecen las vías habituales, siempre queda el mercado negro. (…) ¿Las palabras también tendrán su mercado negro?”.

En la segunda, Noches de Esmirna —un cuaderno con voz propia y total autonomía expresiva dentro de Hojarasca de las formas, una suerte de puente entre la primera y la tercera partes—, a partir de la búsqueda que hiciera el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann en 1870 de las ruinas de Troya en aquel enclave mediterráneo, y el “posible” hallazgo de fragmentos de remotos poemas en latín —un espléndido homenaje, por lo demás, a la curiosidad ardiente de la vocación poética—, adelanta un tapiz verbal de belleza absoluta.

Son treinta y siete fragmentos —bajo la numeración romana— en los que el talante arcaico de Grecia y Roma —tan caro a la gran Marguerite Yourcenar, y  de modo especial a sus Memorias de Adriano, cuya gravitación forma parte, sin dudas, de la estirpe del tono de Erian en ese dominio—, se despliega en un muestrario de requiebros, solicitudes y meditaciones, que atestigua un alto linaje cultural en soberana construcción poética: “déjame ver /en tu cuerpo /-al menos por un instante- /el suave olor /de lo impronunciable”.

Y la tercera, Hojarasca de las formas, veinte poemas con una genealogía literaria tan diversa como efectiva —las visiones y los trazos de Pieter Brueghel y Paul Klee, una cueca a la manera de Nicanor Parra, o un vistazo desde las posesiones de algún personaje de novela, como el perverso doctor Farabeuf del mexicano Salvador Elizondo, por citar algunos ascendientes—, en los que el poeta deslinda lo adyacente y lo distante con destreza y sosiego, para dar fe de cómo todos los tiempos se conjugan en su palabra.

Es allí, en el segmento final, donde tres poemas son fiel de elegancia que se asienta en la memoria, las maneras del poeta en la ruta de su vocación: Barrancas no existe, Desde la noche de los tiempos, y Fuga; en el primero, el encaje de la historia en paraje familiar —“…las reminiscencias infantiles de algunos entrañables poemas de Rafael Alcides” —; en el segundo, la paranoia sin fin —“En la Edad Media, la locura se relacionaba con el demonio…”—; y en el tercero, las entrañas insulares —“Tienes en tus manos todo el peso de la isla”—.

Ahora vuelvo al comienzo de esta columna, a los dos títulos que parecen abrazarse en lo puntual de su realce más allá de fechas y escenarios: Luis Rogelio Nogueras, en aquel lejano y magnífico libro suyo, La forma de las cosas que vendrán, y el que ahora llega a la sombra de un joven escritor, Hojarasca de las formas, dos voces y dos épocas pero, sin dudas una misma persistencia, tan airosa como indoblegable: lo pone de relieve Erian Peña cuando confirma la hojarasca del poeta, las formas y las cosas.

Eugenio Marrón Casanova
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