Campaña de Alfabetización en Cuba

Cuando Cuba escribió su nombre en la luz del saber (+Video)

Era un día de sol radiante, pero el calor que envolvía a Cuba aquel 22 de diciembre de 1961 no era solo el del trópico. Era el calor de la emoción, de la victoria forjada en la voluntad de un pueblo. En las plazas y bateyes, la gente se congregaba, no para una fiesta, sino para presenciar el fin de una era.

La voz de Fidel Castro, resonando en cada rincón, declaró lo impensable: «Cuba es un Territorio Libre de Analfabetismo». Las palabras se derramaron como un bálsamo sobre las almas de millones que, hasta entonces, habían vivido en la penumbra de la ignorancia. Rostros curtidos por el sol y el trabajo, ahora se iluminaban con lágrimas de alegría. No era solo el aprendizaje de letras y números; era la dignidad recuperada, la llave a un mundo de conocimiento que les había sido negado por siglos.

Miles de rostros jóvenes, iluminados por la convicción y el cansancio de una batalla épica, miraban hacia la tribuna. Eran los soldados de una guerra singular, cuyo campo de batalla fueron los bohíos, los cafetales y los rincones más intrincados de la isla. Su arma: un lápiz y una cartilla. Ese día, Cuba no celebraba una victoria militar, sino una conquista del espíritu: se declaraba Territorio Libre de Analfabetismo.

Para comprender la magnitud del júbilo de aquel diciembre hay que retroceder a los años previos. Tras el triunfo de 1959, la naciente Revolución se encontró con una realidad descarnada: casi un millón de compatriotas no sabían leer ni escribir. La desigualdad era abismal: en las zonas rurales, el analfabetismo alcanzaba al 47.1 % de la población, mientras en las ciudades era del 11 %. Más de 600 mil niños carecían de escuela.

Ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre de 1960, el Comandante en Jefe Fidel Castro lanzó una promesa que muchos consideraron una quimera: Cuba sería el primer país de América en erradicar el analfabetismo en apenas un año. Así, 1961 fue proclamado el «Año de la Educación».

Para librar esa batalla, se organizó un ejército como nunca antes se había visto. Se formaron las Brigadas «Conrado Benítez», integradas por más de 100 mil jóvenes estudiantes, muchos de ellos apenas adolescentes, que dejaron sus hogares y sus ciudades. Se les equipó con un uniforme, una manta y el símbolo que los identificaría para siempre: una lámpara de aceite para alumbrar sus noches de estudio en el campo.

La campaña fue una obra de todo el pueblo. Junto a estos brigadistas, marcharon 178 mil alfabetizadores populares y 30 mil obreros de las Brigadas «Patria o Muerte», quienes mantenían su salario mientras enseñaban. El método, plasmado en la cartilla «Venceremos», conjugaba la enseñanza de las letras con los principios de la Revolución. Fue una movilización sin precedentes, donde el niño pudo convertirse en maestro de su padre, y el obrero, en alumno de su propio hijo.

La gesta no estuvo exenta de peligro y sacrificio. Jóvenes como Manuel Ascunce Domenech y su alumno Pedro Lantigua fueron asesinados por bandas contrarrevolucionarias. Su martirio, y el de otros, añadieron un profundo sentido de compromiso y dolor a la campaña.

Así se llegó al 22 de diciembre. La plaza estaba repleta de alfabetizadores. Una de ellas, Lilavatti Díaz de Villalvilla, recordaría décadas después: «El encuentro victorioso en la Plaza de la Revolución fue digno final de aquella gran batalla… después, la alegría desbordó la plaza, júbilo inolvidable cuando se izó la bandera que proclamaba a Cuba Territorio Libre de Analfabetismo».

En su discurso, Fidel Castro resumió la hazaña: «Vamos a proceder a izar la bandera con la que el pueblo de Cuba proclama ante el mundo que Cuba es ya Territorio Libre de Analfabetismo». Reconoció que la tarea parecía un imposible, «salvo que esa tarea se la planteara un pueblo en revolución». La cifra final lo confirmaba: 707 mil 212 personas habían aprendido a leer y escribir en un año, reduciendo la tasa de analfabetismo nacional a un 3.9 %, la más baja de América Latina en ese momento.

Para honrar a los protagonistas de aquella victoria, se decidió que cada 22 de diciembre se celebraría el Día del Educador. No solo como recuerdo, sino como un principio vivo: en Cuba, educar es «depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido», como enseñó José Martí.

Más de seis décadas después, el eco de aquella victoria sigue resonando. Cada 22 de diciembre, las escuelas cubanas rinden homenaje a sus maestros. El momento es oportuno para reconocer a educadores destacados con condecoraciones como la Orden «Frank País» y la Distinción «Por la Educación Cubana».

El compromiso con la enseñanza trascendió fronteras. De aquella experiencia nació el método «Yo, sí puedo», un programa de alfabetización que, avalado y premiado por la UNESCO, ha enseñado a leer y escribir a más de 10.6 millones de personas en 30 países. La hazaña de 1961 demostró que la alfabetización masiva era posible y sentó las bases para un sistema educativo universal y gratuito reconocido mundialmente.

La crónica de aquel diciembre de 1961 no es solo la historia de una campaña. Es la crónica de cómo un pueblo, movilizado por un ideal común, logró vencer siglos de oscuridad. Es el relato de jóvenes que, con una lámpara en una mano y una cartilla en la otra, iluminaron el camino para que Cuba pudiera, por primera vez, escribir su propio destino.

Como sentenció Fidel años después: «Hay algo más duro que… el mármol o el acero… lo que no podrá ser destruido jamás es la página de la historia que ustedes han escrito». Una página que se relee con el agradecido murmullo de un pueblo que aprendió a ser libre porque primero aprendió a leer.

Aquel día, Cuba no solo erradicó el analfabetismo; sembró la semilla de la esperanza. Se demostró que la voluntad de un pueblo, cuando se une en un propósito común, puede mover montañas. Desde entonces, cada 22 de diciembre,  Cuba celebra el Día del Educador, honrando a esos jóvenes brigadistas que, con sus linternas y sus libros, iluminaron el camino hacia un futuro más justo y equitativo. Un futuro donde la luz del conocimiento nunca más sería un privilegio, sino un derecho de todos.