El abuelo Pepe ajustó su silla en el portal, mientras su nieto de 10 años se sentaba a sus pies, listo para escuchar una de sus historias.
«Ale», comenzó con una voz que mezclaba la nostalgia y el orgullo, «hoy se cumple un aniversario más de un día que cambió la vida de millones de cubanos. Un día en el que, por fin, el fantasma del desahucio dejó de rondar nuestras puertas».
El niño, acostumbrado a la seguridad de su hogar, preguntó con inocencia: «¿Desahucio, abuelo? ¿Qué es eso?».
«Es una palabra fea, hijo, que significa echar a una familia a la calle porque no pudo pagar el alquiler. Pero para entender por qué el 14 de octubre de 1960 fue tan importante, hay que remontarse a unos años antes. Por entonces, un hombre llamado Fidel Castro, desde un tribunal donde lo juzgaban por querer un país más justo, hizo una denuncia tremenda. En su alegato ‘La Historia me Absolverá’, describió la tragedia de la vivienda en Cuba: cuatrocientas mil familias vivían hacinadas en barracones y cuarterías insalubres; más de dos millones de personas pagaban alquileres que se comían hasta un tercio de sus ingresos; y la inmensa mayoría de las viviendas estaban en mal o pésimo estado. Los casatenientes, dueños de cientos de casas, lucraban sin piedad y no dudaban en desahuciar a quien no pudiera pagar».
El abuelo hizo una pausa, recordando. «Esa era nuestra realidad. El diccionario define el desahucio con frialdad, pero quien lo vivió no lo olvida. No había peor angustia para una familia que no haber podido pagar la renta a fin de mes. Cada vez que tocaban la puerta, el corazón se nos detenía. Podía ser el Alguacil del Juzgado, con los papeles de la notificación de desalojo en la mano. A veces venía el juez acompañado de la policía. Empujaban a la familia a la calle y tiraban todos los muebles y pertenencias a la acera. Lo hacían con una rapidez terrible. Los vecinos miraban aterrados, sabiendo que ellos podrían ser los próximos. Era el destino común de los pobres en una sociedad de lobos, donde el trabajo era escaso y mal pagado».
«¿Y a dónde iban esas familias, abuelo?», preguntó el niño con los ojos muy abiertos.
«La familia se dispersaba. Unos a casa de un pariente, otros con un amigo solidario que les daba albergue por unos días. Todo era incierto, temporal y terrible. Mientras, el casateniente, indiferente, solo pensaba en aumentar su capital. No le faltaba nada, excepto generosidad, algo incompatible con su negocio».
«Pero entonces llegó la Revolución», continuó el anciano, y su rostro se iluminó. «Primero, en marzo de 1959, se dictó una ley que rebajó los alquileres hasta en un 50 por ciento. Y luego, aquel 14 de octubre de 1960, llegó el día que nunca olvidaremos. El diario ‘Revolución’ anunció en su primera página: ‘Aprobada la Ley de Reforma Urbana’. Fue una alegría inmensa. La ley, que se había concebido desde la época del Moncada, convirtió en dueños de sus casas a quienes las habitaban. De inmediato, 200 mil familias cubanas recibieron la propiedad. Imagínate: después de 20 o 30 años pagando alquileres, y habiendo pagado la casa varias veces, al fin eran dueños. Más tarde, a partir de 1989, otras 320 mil familias con problemas de ilegalidades también recibieron sus títulos».
«Lo más importante de aquella ley», recalcó, «era que prohibía para siempre el desahucio, así como la Reforma Agraria había prohibido el desalojo campesino. Aquel fantasma terrible desapareció de nuestras pesadillas. Los abusivos alquileres y los desahucios pasaron a ser parte de un pasado sin regreso. La Revolución comenzó a construir nuevos asentamientos y edificios multifamiliares. Aunque el bloqueo económico, financiero y comercial ha golpeado duro, el programa de viviendas no se ha detenido y es una alta prioridad, especialmente para los afectados por huracanes».
«Hoy, más del 85 por ciento de los cubanos son propietarios de sus viviendas. Muchos reciben subsidios del Estado para construir o reparar. Aquel 14 de octubre no solo cumplió el Programa del Moncada, sino que lo superó. Convirtió en feliz realidad un sueño que para muchos parecía imposible. Queda mucho por hacer, pero aquel día nos dio un techo seguro y, sobre todo, nos devolvió la dignidad».
El abuelo Pepe concluyó su relato. El niño, aunque no podía comprenderlo en toda su profundidad, sintió el valor de aquella fecha que había cambiado para siempre la historia de su familia y de su país.
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