Holguín, diciembre de 1956. Mientras la isla se preparaba para la Nochebuena, un frío ajeno al clima invadió el norte de Oriente. Provenía de los cuarteles, donde se gestaba el siniestro «Regalo de Navidad» ordenado por el tirano Fulgencio Batista. Entre el 23 y 26 de diciembre, una masacre —bautizada por el pueblo como «Pascuas Sangrientas»— segó la vida de 23 jóvenes en los territorios actuales Holguín y Las Tunas.
El contexto era de efervescencia. Apenas tres semanas antes, el yate Granma había tocado tierra cubana. La noticia, llevada a Holguín por el joven Rafael Orejón Forment, de 20 años, encendía la esperanza: Fidel estaba vivo y reorganizaba la lucha desde la Sierra Maestra. Orejón, jefe de Acción y Sabotaje en Nicaro, encarnaba el espíritu alegre de la palabra “pascua”. Esa misma juventud sería el blanco.
En la noche del 23 de diciembre, en la garita de la Nicaro Nickel Company, comenzó la cacería. El guardajurado Proenza, que lo vigilaba desde la mañana, detuvo a Orejón y le disparó en la garganta. Era el primer acto de una operación de exterminio diseñada para aterrorizar a la región.
La lógica macabra: «Los muertos son más económicos»
Según los testimonios de criminales batistianos juzgados posteriormente, el coronel Fermín Cowley, jefe del regimiento en Holguín, fue claro al transmitir las órdenes de Batista: «Los presos causan muchas molestias… los muertos son más económicos». Esta consigna guió cuatro días de horror. No hubo detenciones legales ni juicios. Solo ejecuciones extrajudiciales, torturas y el escarnio público de los cadáveres.
A Pedro Díaz Coello, jefe del M-26-7 en Holguín, lo colgaron de un árbol. La autopsia reveló que ya estaba muerto. Dos de sus contactos, Luis Peña y William Aguilera, fueron acuchillados y sus restos arrojados a un estadio; y el líder sindical Loynaz Echevarría, apareció en un camino. En Banes, al no encontrar a Mauro Esperance, los esbirros asesinaron a su hermano Telmo y abandonaron su cuerpo en un parque infantil.
La prensa de la época, como el periódico Norte, intentó registrar la carnicería: Gilberto González, baleado; Enrique Morgan, con un disparo en el cráneo; Héctor Infante y Alejo Tomás, en Delicias; Antonio Concepción, cerca de Gibara.
La lista se extendía por Sagua de Tánamo, Mayarí, Antilla, Las Tunas y Puerto Padre. Muchos eran militantes del 26 de Julio o del Partido Socialista Popular; otros, como Pelayo Cusidó, pertenecían a otras organizaciones o carecían de militancia conocida, víctimas quizás de venganzas personales o de la saña descontrolada.
El régimen buscaba sofocar la creciente rebelión en una región plagada de volantes, pintadas y huelgas. El golpe, brutal para las familias, fracturó momentáneamente la organización. Sin embargo, la operación fracasó en su objetivo central. La barbarie, lejos de sembrar el miedo, alimentó la indignación y fortaleció la convicción revolucionaria. La lucha, como bien se recordaría, se rearmó desde la Sierra y todos los rincones del país.
Hoy, los nombres de aquellos 23 jóvenes no yacen en el olvido. Laten e inspiran en escuelas, centros de trabajo y en la memoria colectiva que se niega a olvidar. Su sacrificio fue parte del camino que llevaría, poco más de un año después, al triunfo de la Revolución que haría justicia.

Para la historia de Holguín, las Pascuas Sangrientas no son solo un capítulo trágico, sino un punto de inflexión que forjó su identidad revolucionaria. Aquella brutalidad, lejos de doblegar el espíritu de su pueblo, consolidó un juramento de lucha y resistencia que se arraigó en calles, montañas y conciencias.
Por ello, estos jóvenes no serán olvidados: su sacrificio está inscrito en la toponimia de la provincia, en escuelas que llevan sus nombres, en monumentos que interpelan a la memoria y en el relato vivo que las nuevas generaciones reciben como herencia de dignidad. Son recordados no como víctimas pasivas, sino como cimientos sobre los que se levantó el Holguín rebelde, un recordatorio permanente de que la entrega por la justicia social es el legado más perdurable de una comunidad.
Las Pascuas Sangrientas quedan como una página oscura de la tiranía, testimonio de su crueldad desesperada, y a la vez como monumento a la valentía de una juventud que, en tiempos de sombra, eligió la luz de la rebeldía.
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