En la madrugada turbia del dos de diciembre de 1956, el mar todavía no amanecía cuando un casco blanco se abrió paso entre los mangles a poca distancia de la playa Las Coloradas, en el sur de la antigua provincia de Oriente. No era un yate de recreo, aunque así constara en los papeles: traía 82 hombres apretados en la bodega y en la cubierta, un cargamento de fusiles y una certeza compartida.
Venían de Tuxpan, México, después de una travesía más larga y dura de lo previsto. Devorados por el mareo, la lluvia y el hacinamiento, pero aferrados a la brújula interior que los conducía hacia la historia. El yate Granma, comprado como viejo barco de recreo y transformado en arca revolucionaria, había iniciado su ruta el 25 de noviembre.
Ahora el yate encallaba en una lengua de mangle y el desembarco previsto para la arena clara de Las Coloradas se convertía en un combate cuerpo a cuerpo contra la ciénaga. A la hora señalada había que saltar al agua, apretar el fusil contra el pecho y avanzar, paso a paso, con el fango subiendo por las piernas y el horizonte todavía en sombras.
Los expedicionarios se descolgaron del Granma como pudieron, algunos resbalando, otros ayudando al compañero que se hundía un poco más en la ciénaga. El yate, liberado a medias de su carga humana, quedó quieto, convertido ya en símbolo más que en nave, mientras la columna se estiraba desordenada hacia tierra firme, intentando dejar atrás el olor a combustible, salitre y miedo controlado.
Entre los que avanzaban iban nombres llamados a poblar más tarde los libros y las plazas: Fidel y Raúl Castro, Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos, Juan Almeida Bosque, y otros muchos que entonces no eran más que jóvenes empapados, con los zapatos llenos de lodo y la certeza de que cada metro ganado al pantano era un metro ganado al futuro.
El plan original hablaba de un desembarco rápido y una marcha relativamente breve hacia la Sierra Maestra, donde la geografía amiga serviría de escudo y escuela militar.
Cuando al fin alcanzaron un terreno más firme, el cansancio no tuvo derecho a imponerse.
Había que reagruparse, revisar armas, contar hombres, medir fuerzas, intentar darle a aquella expedición el orden de una compañía que todavía estaba naciendo en medio de la improvisación. Del mar a la manigua, el tránsito se hacía a punta de disciplina y de fe.
La dictadura, alertada, no tardó en hacer sentir su presencia. El bautismo de fuego de los expedicionarios y el ejército batistiano atacó con ventaja de terreno, de municiones y de organización, en una cacería que se extendió durante días en las inmediaciones del desembarco. El precio de esa entrada a la Patria se empezó a contar de inmediato en muertos, prisioneros y grupos aislados.
Los días posteriores al desembarco fueron quizá los más frágiles de toda la epopeya. La persecución dejó un saldo doloroso de combatientes muertos, varios de ellos ejecutados tras ser capturados, mientras pequeños grupos intentaban abrirse paso hacia el interior montañoso de Oriente. La Revolución parecía a punto de naufragar en tierra firme.
La fecha de Cinco Palmas marcó un punto de inflexión. Tras jornadas de incertidumbre y silencios, se produjo allí el reencuentro entre Fidel y Raúl Castro, acompañados por un puñado de hombres exhaustos y armados con muy pocos fusiles. Lo que a simple vista podía parecer el final de la empresa, se asumió como el núcleo mínimo desde el cual volver a empezar.
En honor a ese hecho, cada dos de diciembre Cuba conmemora el Día de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, en homenaje a aquellos 82 hombres que, en condiciones extremadamente adversas, inauguraron la última etapa de la lucha por la emancipación definitiva.
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