Envejecer parece casi un error. Las arrugas se tratan como defectos que hay que borrar, los cabellos grises como señales de derrota, y los años como un enemigo al que hay que ganarle. Pero el verdadero problema no es el paso del tiempo, sino la manera en que la sociedad mira la vejez: con condescendencia, miedo o indiferencia.
Los estereotipos sobre la vejez están tan normalizados que muchas veces ni se cuestionan. Se asume que una persona mayor ya no puede aprender cosas nuevas, que no entiende la tecnología, que su papel social terminó.
Se les llama «abuelitos», incluso cuando no lo son, como si la edad borrara su identidad individual. Todo esto, aunque parezca inofensivo, tiene un efecto profundo en su salud mental y emocional.
Muchos adultos mayores terminan interiorizando esos prejuicios. Dejan de sentirse útiles, se aíslan o creen que su opinión ya no cuenta. La pérdida de autoestima, el sentimiento de soledad y la depresión son consecuencias directas de una cultura que asocia el valor con la productividad y la belleza física.
Según diversos estudios, quienes enfrentan estigmas por su edad muestran más síntomas de ansiedad y un deterioro más rápido de su bienestar emocional.
La vejez no debería verse como un final, sino como otra etapa de crecimiento, con sabiduría, calma y libertad. Pero para eso, la sociedad tiene que romper el molde. No basta con campañas de “respeto al adulto mayor”; hace falta incluirlos activamente, escucharlos, visibilizarlos en los medios sin caer en clichés, y sobre todo, dejar de tratarlos como una carga.
Porque todos, tarde o temprano, llegaremos ahí. Y dependerá de lo que hagamos hoy si envejecemos con dignidad o con miedo a un mundo que nos dé la espalda por tener canas.
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