En 1971, Boca de Samá era un pequeño caserío costero, ubicado a alrededor de 70 kilómetros de la ciudad de Holguín, habitado por personas pacíficas, cercanas, que veían en la pesca una forma de vida en medio de la apacible calma del paisaje natural.
El 12 de octubre de ese año la tranquilidad habitual se vio truncada por un ataque mercenario norteamericano, que dejó un saldo de dos muertos, varios heridos y un dolor permanente que, 54 años después, aún vive entre sus habitantes.
Sobre esta historia se ha escrito mucho. Es un hecho terrorista que conmocionó a Cuba, pues fue uno de los más tristes ataques contra la Isla de los años posrevolucionarios; sin embargo, hay que caminar por allí para entender su auténtica significación.
No hay un solo día en que el chino no piense en eso. Así es conocido Carlos Andrés Escalante Gómez, quien se encontraba al frente del mando militar del lugar aquella fatídica noche. Mientras camina por las inmediaciones de la costa, rememora lo que fue aquel día. Antes de hablar, se seca una lágrima.
«Al atardecer del 12 de octubre comenzamos a observar la embarcación en el horizonte. Venía hacia nosotros. Ya cayendo la noche, se aproximó a la costa y levantamos el puesto con alarma. Nos dividimos en grupos de a dos y a tres para dar mayor amplitud de protección.
«Cuando todo estaba oscuro, solo se escuchaba el ruido de aquel motor muy potente. Le hicimos la defensa al barco, sin percatarnos de que había desembarcado el comando enemigo en la proximidad de la Boca. Ya merodeaban por el poblado cuando verificamos las posiciones.
«Aquella noche, cuando nosotros fuimos al encuentro de los invasores llegué a ocupar la puerta de la tienda. Di alto e hice fuego con el arma que traía. Con una descarga de ráfaga larga de un AR 15, me dieron cinco disparos en la pierna izquierda y tres en la derecha.
«Tuve hasta suerte, porque los impactos me derivaron y me caí en los escalones. Mis compañeros no: les dispararon por el pecho, a la altura del pulmón, y su muerte fue fulminante».
Hace una pausa antes de continuar. No es fácil volver a imaginar los rostros de Lidio Rivaflecha Galán y Ramón Antonio Sian Portelles. Abandonaron este mundo con 32 y 24 años, respectivamente. Ambos dejaron huérfanos a sus hijos y un hueco en sus seres queridos que, a día de hoy, permanece.

«Los invasores salieron a la desbandada huyendo, dejando un rastro de sangre. Por la brevedad de las acciones, cortaron los cabos de los grampines y a gran velocidad fueron al barco. Una vez montados, se ensañan con el caserío. Las casas eran muy rústicas, en malas condiciones».
Hubo otros heridos y miedo, mucho miedo de que aquello pudiera repetirse. Las personas recogían sus cosas en las noches y huían despavoridas hacia poblados cercanos. Pasó un tiempo antes de que los habitantes pudieran sentirse seguros. El apoyo del Comandante Juan Almeida fue crucial.
«El momento más difícil de mi vida fue perder a mis compañeros. Eso lo llevaré en el alma mientras viva».

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