En esta era donde la tecnología forma parte de cada segmento de nuestra vida ordinaria, se ha vuelto habitual ver a niños muy pequeños sosteniendo una tableta o un celular, en parques, transportes públicos o reuniones familiares.
Muchos padres, con «la mejor» de las intenciones, recurren a estos dispositivos como una forma de entretener, educar y, en repetidos casos, calmar cualquier expresión de intranquilidad del menor. Sin embargo, lo que comienza como una solución práctica puede convertirse en un silencioso riesgo para el desarrollo infantil.
Diversos estudios y especialistas en neurodesarrollo han comenzado a advertir sobre los efectos del uso excesivo y temprano de pantallas en niños pequeños, de los cuales uno de los más preocupantes es el retraso en habilidades fundamentales como el lenguaje, la atención y la interacción social.
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Pero, ¿por qué ocurre esto? El lenguaje, por ejemplo, se aprende a través del intercambio humano. Miradas, gestos, sonidos, palabras dichas con afecto o corrección. Cuando un niño pasa más tiempo frente a una pantalla que conversando con sus padres o jugando con otros niños, pierde valiosas oportunidades de interacción que son esenciales para desarrollar su capacidad de comprender y expresarse.
La pantalla no responde con calidez ni adapta su respuesta al nivel del infante. En cambio, las conversaciones reales están llenas de matices, pausas, correcciones y emociones que ayudan al cerebro infantil a establecer conexiones complejas y duraderas.
Lo mismo ocurre con la atención. Los contenidos digitales muchas veces están diseñados para ser altamente estimulantes: luces brillantes, sonidos rápidos, cambios constantes de imágenes. Esto llega a sobreexcitar al cerebro del niño, haciendo que se acostumbre a un nivel de estímulo que no encontrará en la vida cotidiana. Luego, cuando se enfrenta a situaciones más tranquilas —digamos, escuchar un cuento en voz de mamá, armar un rompecabezas o simplemente esperar su turno— le cuesta mantener el foco, se aburre con facilidad o se proyecta con irritabilidad.
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En cuanto a las habilidades sociales, es en el juego compartido donde los niños aprenden a negociar, a leer emociones, a resolver conflictos y, algo sumamente importante, a ponerse en el lugar del otro. Si estas experiencias son reemplazadas por el tiempo en solitario frente a una pantalla, el desarrollo de la empatía, la autorregulación emocional y la comunicación afectiva puede verse comprometido.
Quien firma este comentario no pretende llamar al pánico, sino a la reflexión. La tecnología no es un enemigo; como he dicho antes, puede ser una aliada si se usa con criterio y en su justa medida.
La clave, según los expertos, está en la edad, el tiempo y el acompañamiento. Para los más pequeños, especialmente menores de dos años, lo ideal es evitar el uso de pantallas. En edades algo superiores, es importante que el uso sea moderado, supervisado y que no reemplace el juego activo, la lectura en voz alta, ni la convivencia familiar.
También como adultos podemos –debemos, diría enfáticamente– dar el ejemplo dejando el teléfono durante las comidas, prestando atención plena cuando nuestros hijos nos hablan y fomentando momentos de juego compartido y creatividad sin dispositivos. En muchos casos, los mayores no predicamos con el ejemplo.
Porque, en resumidas cuentas, lo que más necesita un niño para crecer sano y feliz no es una aplicación nueva o la tableta de última generación, sino una mirada atenta, una palabra amorosa y una mano dispuesta a acompañarlos en su crecimiento físico y emocional. Volver a lo simple no es retroceder, ni resulta anticuado, obsoleto, anacrónico, cursi, kitsch… es recuperar lo esencial, que en la infancia no reside en otra actitud que mirar a los ojos, escuchar con paciencia y «jugar» con el corazón.
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