En un mundo cada vez más conectado por dispositivos tecnológicos, vivimos la paradoja de estar cerca y, al mismo tiempo, muy lejos. Nunca habíamos tenido tantas maneras de comunicarnos: SMS, videollamadas, redes sociales, emojis, reacciones… Sin embargo, muchas personas —especialmente los jóvenes— experimentan un vacío creciente, una soledad persistente, una desconexión profunda, pues detrás de la pantalla y la «fachada» online se esconde una vida cada vez más solitaria.
El aislamiento social provocado por la interacción digital no suele ser evidente al principio y en ello radica su mayor peligro. Al contrario, puede presentarse como una falsa sensación de compañía: contabilizamos likes, recibimos mensajes, compartimos historias. Pero poco a poco, la conversación cara a cara, el contacto visual, el tan necesario abrazo o la risa entre amigos comienzan a disminuir. Sin darnos cuenta, podemos estar rodeados de tecnología, pero distanciados emocionalmente.
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La interacción digital, ciertamente muy útil y práctica en estos tiempos, no sustituye la complejidad ni la profundidad de las relaciones humanas presenciales, pues, por más que avance la tecnología, nunca será capaz de igualar —y mucho menos superar— la emoción de una mirada, la calidez en el tono de voz, la empatía en un gesto. Por demás, nos acostumbramos a filtrar, editar, seleccionar qué mostrar y qué ocultar; dicho de otro modo, construimos una versión de nosotros mismos que busca aprobación, pero deja de lado la autenticidad.
Esta tendencia puede tener consecuencias importantes en nuestra salud mental. El aislamiento social prolongado se asocia con síntomas de ansiedad, depresión, disminución de la autoestima e incluso problemas cognitivos. Además, puede afectar nuestra capacidad de crear vínculos reales, resolver conflictos, enfrentar el desacuerdo o compartir el silencio con alguien sin sentir incomodidad.
Esto no significa que debamos renunciar a la tecnología, sino que necesitamos cuestionar el modo en que la utilizamos. Valdría la pena preguntarnos: ¿Pasamos más tiempo escribiendo que escuchando? ¿Revisamos notificaciones en medio de una conversación real? ¿Nos angustiamos cuando, por falta de conexión, no podemos acceder a las redes sociales? ¿Buscamos aprobación digital más que conexiones humanas?
Mirar a los ojos cuando alguien nos habla, guardar el teléfono durante una reunión familiar, dedicar tiempo exclusivo a nuestros vínculos más cercanos sin interrupciones son pequeños hábitos que harán la diferencia y servirán a otros de modelo. También podemos cultivar espacios colectivos, talleres, encuentros comunitarios, donde la presencia tenga más valor que la imagen.
Recuperar el encuentro humano es una forma de cuidarnos, porque más allá de los avances tecnológicos, seguimos necesitando lo de siempre: alguien que nos escuche y nos comprenda, que esté atento a nuestros problemas. Y eso no se mide en cantidad de seguidores ni comentarios, sino en la calidad del vínculo que cultivamos con quienes nos rodean.
Tal vez hoy, más que nunca, necesitamos recordar que estar «conectados» no es lo mismo que estar acompañados.
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