El tipo llegó con una máscara de golf, unos versos que cortaban como navajas oxidadas y una actitud de: aquí estoy, ¿qué van a hacer al respecto? Se sentó, entabló una conversación casi absurda, los miró a los ojos y dejó caer el micrófono. Llegaba a la selva y sería pronto coronado como rey.
Tyler Gregory Okonma, mejor conocido como Tyler, The Creator, no tocó la puerta del hip-hop: la pateó, la roció con gasolina y le prendió fuego mientras reía. Hoy, ese mismo niño problemático de Odd Future es un titán de la cultura, un diseñador de mundos sonoros y un poeta del «fuck it» convertido en filosofía.
Era 2009, el rap olía a corporativo, a cadenas de oro y fórmulas repetidas. T-Pain había convertido la distorsión vocal en moneda corriente, y todos —desde Kanye (808s & Heartbreak) hasta Lil Wayne (Tha Carter III)— jugaban con sonidos robóticos y melodías pegajosas. Canciones como «Boom Boom Pow» de Black Eyed Peas o «I Gotta Felling» dominaban las radios. Eran himnos para fiestas, pero con letras que no decían nada.
Entonces aparecieron ellos —Odd Future Wolf Gang Kill Them All (OFWGKTA)—, una manada de inadaptados liderados por Tyler. Sus rimas eran violentas, absurdas, casi caricaturescas, pero nadie podía ignorarlas. Grababan en garajes, editaban sus propios videos y se burlaban de todo: del rap comercial, de la moral, de los críticos; eran punk-rap en estado puro. Radical no era solo una palabra, era su ADN.
Tyler soltaba discos como «Goblin» con producciones crudas, beats que sonaban como pesadillas distorsionadas y letras que jugaban entre lo terrorífico y lo cómico. «I´m fucking walking paradox», rapeaba, y era cierto. Era el payaso y el monstruo, el genio y el loco del parque. La industria no sabía si darle un Grammy o llamar a seguridad.
Pero Tyler nunca fue solo shock value. Detrás del caos, había un compositor obsesionado con los detalles. «Wolf» fue su primer giro: guitarras melancólicas, historias de amores torcidos y una narrativa que convertía sus álbumes en películas mentales. Luego llegó «Cherry Bomb», donde el jazz chocó con el noise, y el rap se convirtió en una fiesta dentro de un volcán.
El gran salto vino con «Flower Boy». Aquí, se quitó la máscara —literal y figurativamente— y mostró su vulnerabilidad: la soledad, la bisexualidad, las dudas. Los beats ya no eran ásperos; eran cálidos atardeceres en LA. «911 / Mr. Lonely» sonaba como un grito ahogado en un auto deportivo. La crítica, que antes lo veía como un enfant terrible, ahora lo llamaba visionario.
No solo domina los estudios; también las pasarelas. Su marca GOLF le FLEUR es la extensión de su mundo: colores pastel, flores, lo kitsch convertido en high fashion. Es el dandi moderno, el que mezcla Vans con trajes de Louis Vuitton y lo hace parecer natural.
En la música, su producción es cinematográfica. Samples de Stevie Wonder, arreglos de cuerdas que harían llorar a Bach, y grooves que huelen a vinilo viejo. «IGOR», su obra maestra, es un breakup album que suena como una telenovela producida por Pharrell y Daft Punk. «EARFQUAKE» es un terremoto emocional, y «A BOY IS A GUN» es poesía pura sobre amores tóxicos.
Ahora, Tyler vende fuera de Coachella, diseña zapatos, hace skate en videoclips y sigue rapeando como si el mundo se acabara mañana. El mismo que hacía canciones sobre asesinatos ahora escribe sobre «miss you, I love you» con la misma honestidad brutal porque ha comprendido que los monstruos y las flores crecen del mismo suelo.
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