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José Martí. Foto: Archivo

José Martí: La eterna llama de Dos Ríos

Era un 19 de mayo de 1895 cuando la mañana cubana se vistió de presagios. Nadie sabía que aquel sería el último día del Apóstol, pero quizás él lo intuía: había escrito a Manuel Mercado una carta inconclusa que parecía una despedida.

José Julián Martí Pérez, de 42 años, había desembarcado en abril junto a Máximo Gómez y otros patriotas para unirse a la Guerra Necesaria, la contienda que él mismo había organizado desde el exilio para liberar a Cuba del colonialismo español.

Aunque más poeta que soldado, su convicción lo llevó a la primera línea. Montado en un caballo blanco, avanzó sin temor hacia la emboscada.  En ese instante crucial, fue alcanzado por las balas. Cayó de cara al sol, como si la muerte quisiera honrar al hombre que había escrito: «La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”.

Su cuerpo quedó tendido en el campo, mientras los españoles, al reconocerlo, celebraron con crueldad. Los mambises intentaron rescatar su cuerpo bajo fuego enemigo, pero los españoles se lo llevarían como trofeo. Así terminaba físicamente el viaje del hombre que había dedicado su existencia a la independencia cubana, justo cuando su sueño empezaba a hacerse realidad en los campos de batalla.

Hoy, 130 años después, el paisaje de Dos Ríos conserva una solemnidad especial. El monumento que marca el lugar exacto de su caída está rodeado por las mismas palmas que vieron morir al poeta. El sitio parece hablar sin palabras, recordando que allí cayó un hombre pero nació un mito.

Lo extraordinario es cómo aquella muerte temprana no truncó su obra, sino que la multiplicó. El José Martí que hoy conocemos es más grande que el hombre de carne y hueso: es el pensamiento vivo que inspira escuelas, el verso que canta el pueblo, la ética que desafía el tiempo. Su muerte no fue un final, sino un renacimiento en la conciencia colectiva.

Cada 19 de mayo, cuando Cuba recuerda su sacrificio, no estamos conmemorando una pérdida sino celebrando una semilla. Porque el Apóstol, como las mejores ideas, no se entierra: se siembra. Y su cosecha somos todos los que seguimos encontrando en sus palabras fuerza, orientación y belleza.

Martí cabalga todavía, no hacia la muerte, sino hacia la eternidad y nos sigue convocando a lo mejor del ser cubano: esa mezcla única de poesía y resistencia, de inteligencia y corazón.

Su verdadero monumento no está en el bronce, sino en cada acto cotidiano de dignidad, en cada gesto que afirma que la cultura, esa que él consideraba escudo y espada de los pueblos, sigue viva y palpitante.

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