Sumario: A Gibara llegó, en el penúltimo día del Festival de Cine Pobre, Smiley. Una comedia-romántica gay. Solo dos actores: Roberto Romero y Georbis Martínez. Creada por Guillem Clua y dirigida por Josep María Coll. La puesta en escena viene de España. Más recientemente concluyó su gira en La Habana. A Holguín llegó, como todo lo bueno, por encima del túnel de Gibara.
Aclaración número 1 para todo el público. Smiley no tiene advertencias. Empieza con un monólogo demasiado personal sobre un hombre dejado a la deriva por otro. Un corazón roto. Un mensaje de una cara sonriente (dos puntos, guion, paréntesis) sin respuesta. El mensaje significa muchas cosas. Una de ellas, que hay un después. Algo de lo que sostenerse. La falta de respuestas de luego, las muchas, son la negativa.
Queda un hombre destrozado sobre el escenario. Un hombre que ha contado todo en un audio dejado en el buzón de voz —tan largo que se dividió en cinco—. Se desnuda a pasos sobre el mensaje. Te llega personal si recientemente fuiste abandonado. Te llega personal si tienes el corazón roto. Comprendes al hombre que se desgarra en una llamada al mismo tiempo que prepara la apertura de su bar. Es barman. La escenografía se acomoda a su alrededor mientras habla. Luego lo envía y entra a la escena otro hombre, que lo recibe y lo escucha desde el teléfono. Se suponía que el mensaje era para su ex. Pero se equivoca de número.
Aclaración número 2 para el público heterosexual. Smiley es una obra viva. Se le siente en la voz. En la escenografía. En el letrero de luces LED que se sostiene sobre la barra y no se apaga hasta el final. Se siente en la coreografía de cuerpos.

Roberto Romero es Alex, el barman despechado. Georbis Martínez es Bruno, un arquitecto al que le llega un mensaje —cinco— equivocado. Pero de repente conectan. Hablan sobre el hilo rojo del destino. Ese que enlaza desde los meñiques dos almas destinadas a encontrarse. Y quedan en verse. Se encuentran. Una historia de contradicciones, coincidencias, dolores y partidas se desarrolla desde el humor, las intervenciones hacia el público, los monólogos internos cuando el pensamiento necesita superar la expresión.
A Roberto le queda el gusto de personajes antiguos, pero la química con Georbis le complementa y ambos fluyen sobre el escenario. Con ellos se ríe y se entiende. No podría imaginarme a nadie más con sus papeles. Llevando el movimiento sobre la escenografía simple de un bar, cambiando de nombres y personajes, rodeándose y desnudándose sobre el suelo negro.

Porque se desarrolla una obra de roces. Innovadora para los años de un intermitente silencio teatral que ha llevado Holguín. Ha sido una temporada satisfactoria para el teatro en nuestra esquina de país. Concluye Smiley con esta línea de puestas en escenas que trajo consigo abril. Oficio de Isla, Blanco, Smiley. Un buen momento para encontrar al teatro.
En ella queda quizás cierto toque de caricaturación en la representación homosexual, aunque tal vez eso buscaba. No se puede negar que Gibara, el Festival, era el espacio y momento para Smiley. Trato de imaginármela en el Suñol, con su telón rojo de fondo. Quizás sea posible. O quizás no. Pero que Smiley llegue a sacudir al público holguinero —uno que debatió grandemente, luchó, manifestó, cuando la aprobación del Código de Familia— sería algo necesario. No, no sería. Lo es.

Queda esperar. Esperar otra sala repleta de gente, de vítores y gritos cuando las luces se apagan y los actores se inclinan. Esperar otra obra demasiado personal y que ría. Esperar, esperar, esperar. Esperar otro mensaje con una cara sonriente. Dos puntos, guion, paréntesis. Esperar que regrese Smiley.

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