A veces me imagino que nos hemos convertido en personajes de una serie de ficción donde, desde los costados de nuestros cuerpos, nacen líneas imaginarias que anuncian un precio.
Que desde las muñecas informan que mis pulsas costaron setenta pesos hace cuatro años y en letras rojas, entre paréntesis, sale el cálculo de su coste actual, con el toque de la inflación. Que de mi blusa y pantalón sale la etiqueta en dólares, si es comprado en Shein o acaso en la gran mudada de ropa rusa que vendieron en todos lados hace un tiempo. Que de mi pelo brota el costo de mi champú y de mis zapatos el precio de las suelas. Que de mi estómago sale una línea donde los números están en rojo y el cálculo dentro del paréntesis de la inflación nunca se detiene.
En esta serie de ficción no somos personas, sino un conjunto de precios. Una suma para ver quien cuesta más y quien cuesta menos. Se le da el tercer lugar al que posea algo del otro lado del océano y no se le mira mucho a quien lleve lo suyo, hecho de casualidades.
El segundo lugar es para el que más rápido se alimente de una noticia y más rápido la deseche, acumulándola en la esquina de lo antiguo, aunque la etiqueta siga fresca. Se le da la mención especial a quien más muestre y venda de sí en las paredes, como si de su ser hiciera un mercado y de sus recuerdos, piezas. A quien compre y venda las tendencias. A quien las acepte y las deseche sin dejar una sensación en el cuerpo. Y el primer lugar, a quien compre más y en las manos sienta menos.
En este mundo de ficción no hay cabezas. Arriba del cuello y donde deben estar los oídos y ojos para saber bien, la boca para sentir y la piel para besar…, donde se supone que debe quedar el reflejo del latido de un corazón, solo hay una etiqueta de precio.
Nos presentamos como el producto de una serie de ficción. Abandonamos la humanidad y nos convertimos en personajes de cartón que ha creado, quizás, un consumismo desmedido, una manipulación histórica de que el poseer es el mayor objetivo de vivir, de que el tiempo se debe a generar un capital para acceder a las cosas que luego no tendremos un momento para disfrutar. Capitalismo, consumismo, globalización. Hasta la opinión se convierte en un producto. El saber no importa. También puede pagarse en el chat de un teléfono. Y el tiempo no cuesta. Se nos hace creer que siempre se está agotando.
El mal guion de la serie apocalíptica en la que nos convertimos pierde cada vez más sentido. Ahora, el precio que sale al lado de la cabeza comienza a perder valor. Y deja de importar. A nadie le interesa ni los oídos y ojos para saber bien, ni la boca y piel para besar, ni el reflejo de un latido para sentir. Estos personajes están demasiado ocupados calculándole el precio al corazón.
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